El Laberinto

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Han pasado tres años. No hay salida.

Hoy lo intenté nuevamente. Salí de mi casa con esfuerzo, mis patas se entierran siempre en la gruesa capa de viruta con cada paso que doy. Por fin pude alcanzar la rampa, una superficie sólida. Escalé oliendo mi propia orina seca por el camino. Si, este era el camino. Alcanzé el primer túnel. Ya lo he recorrido otras veces pero quizás hoy fuera distinto. Es rojo y a través de sus paredes transparentes todo afuera se ve del color de la pesadilla mientras lo escalo. Alcanzé la boca de salida y caí en más viruta que se pegaron a mis bigotes. Me sacudí pero entre más me movía, más me hundía. Fue razón suficiente para llamar la atención de la humana. Soltó el pestillo de metal de mi puerta y fue a por mí. Una mano gigante y abierta entró cuán culebra por mi casa y me buscó con ansias. Me quedé enterrado en la viruta y no salí. Debo admitir que me gusta cuando me pone dentro del bolsillo de su sudadera, pero odio cuando acerca un solo dedo hacia mí y como una biga de madera se avalanza sobre mí y amenaza en aplastar mi pequeña estructura osea. Se rindió y removió su mano, cerró la puerta y volvió a sus quehaceres. Salí de mi escondite cubierto de viruta, mis pelusas largas que tengo como pelaje agarran hasta la más mínima fibra. La humana sólo se rie de verme caminar hecho una viruta con patas. Es humillante.

Me dirigí al segundo túnel con prisa. Pasé por los barrotes horizontales a mi derecha y no lo pude evitar. Tuve que escalar. Escalé hasta el techo y mordí mi camino por mi libertad. Fallé. Mordí más barrotes y me sujeté fuerte con manos y patas para no caer directo a un mar de virutas en el abismo de mi casa. Con esfuerzo llegué hasta la boca del túnel azul. Me solté de los barrotes y me balanceé hasta entrar en él. Fue un craso error. Este es el tunel que sólo debo escalar y no descender. Resbalé con mi panza peluda hasta el primer piso y desemboqué en el mar de viruta. Rodé una vez y debí sacudirme, esta vez fuerte y decisivo si quería tener éxito el día de hoy.

Pensé que quizás la escalita de troncos que lleva a la casa de coco podría haberme llevado a mi liberación y fue entonces que la escalé. Las sogas a ambos lados de los tronquitos se columpiaron tanto con mi escaso peso que casi volví a caer de lleno sobre la viruta, pero apuré mis patas y manos y alcanzé la entrada de la casa de coco. Es mi rincón predilecto de este laberinto. Caí sobre la almohada de tela de polar y ya que estaba allí, decidí equilibrarme en mis patas traseras y limpiarme la cara con mis manos. Por suerte la humana no me vio, pues cada vez que hago esto no puede evitar venir a agarrarme y torturarme con cosquillas en mi panza. Quería seguir con mi agenda del día pero el estómago me dolía. Bajé de la casa de coco y fuí a buscar algo de comida. La humana había dejado unos cortes frescos de zanahorias y manzanas así que les hinqué mis paletas incisivas y mastiqué por segundos. Minutos. No sé. Bebí agua de la botella contigua y luego de un momento mi hambre se había saciado. Hora de continuar.

Mi meta era explorar el túnel nuevo. O más bien era un pasadizo nuevo. Quizás el que llevaría hacía la salida del laberinto. Era de color amarillo y no era transparente como los otros. Para llegar a él debí escalar por los barrotes hasta la hamaca y subirme a ella. Fue un tanto complicado. Complicado abandonarla una vez estando ahí. Tenía la panza llena y mis pies se sintieron calientitos al contacto con la tela de polar. Antes que me diera cuenta me había vencido el sueño.

No sé a qué hora desperté pero la luz del día todavía brillaba por las ventanas. Allá afuera estaba la libertad. Me puse de pie y quise alcanzar el túnel amarillo. Me paré en mis patas traseras y elevé mi nariz al cielo. Olía raro. Olía a nuevo. Lo resolví soltando mis esfínteres y ya comenzaba a oler como mi hogar. No. Este no lo era, era mi prisión, un laberinto que llevo tres años tratando de escapar. Entré en el túnel amarillo y comenzé a recorrerlo. No sé cuánto caminé pero al momento que quise volver, volteé y no pude ver la entrada, miré al frente y tampoco ví la salida. Ya estoy metido en esto, pensé y seguí avanzando. Quizás era una trampa, otra ocurrencia de la humana. No le bastaba con de tanto en tanto encerrarme en una bola de plástico transparente y dejarme suelto por el piso de la casa. Qué ironía. Eran los únicos momentos en los que era libre y sin embargo, llevaba mi prisión conmigo.

Por fin pude ver algo de luz al otro lado del túnel. Apuré mis patas. Ya comenzaban a dolerme, el material era distinto a los otros túneles del laberinto. Ví la cara de la humana, sonreía de oreja a oreja, puso sus manos en la boca del túnel. Ese era el fin, salí de la prisión para ir a parar a sus manos. Me llenó de besos y removió algunas virutas que todavía tenía pegadas a mi pelaje. Me habló como si fuera un vil bebé y me metió dentro del bolsillo de su chaleca. Estaba calentito ahí dentro y yo, extenuado. «Qué diablos», pensé y me venció el sueño de nuevo.

*

—¿Y? ¿Lo descubrió ya?

—¡Si! Lo tengo aquí en mi bolsillo. Está durmiendo el pobre. Ha estado toda la mañana encaramándose por las paredes de la jaula. Esta aburrido creo. Adoptémosle un amiguito.

El LaberintoWhere stories live. Discover now