obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y
rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún
recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de
vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil
de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus
cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme
en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán
los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura
(¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en
cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de
Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis
pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo
me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo,
otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía.
¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo
abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en
una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano
de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros,
octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía
sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los
amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora
cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la
mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe
divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su
cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero
sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se
imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos,
esas porquerías que corroen la convivencia.
Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo
que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna
manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice
tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el
prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce
años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar?
Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me
quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de
anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo
que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana
temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de