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El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se
llama Octavio com oyo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba
imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi
nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo,
claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con
los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo,
me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi
nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió.
Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le
propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y
por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que
sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco
de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos
trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la
alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos
en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego
juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el
algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no
salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín.
Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con
frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos
desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al
abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero
enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que
garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi
cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de
nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema,
porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero
en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles,
ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y
ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que
aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y
donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había
quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en
un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa,
pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el
brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el
pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá
recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que
lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me

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