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mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo.
En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde,
ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo
Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo
siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de
costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que
no es vanidad no presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo
inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos
agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se
imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien
que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que
son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a
bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la
despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario.
Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden
cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de
página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la
gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las
multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres
a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como
ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los
italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.)
Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo
debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo
del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías
blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo
oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada
vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser
tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis
rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes,
m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al
hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el
desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal
vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venías ahora. a lo mejor no lo decías,
pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas
como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas
cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces
vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me
hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía pap'. La cosa es que, para
bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

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