Hay algo que me hubiese gustado que me contasen de pequeña. Y es que los monstruos de debajo de la cama sí que existían. Sí que me acompañaban por las noches, y sí que he convivido con ellos a lo largo de los años. Lo que nadie se resignó a contarme era que, por desgracia, se llamaban Insomnio y Ansiedad.
Así que ahi me encontré yo, por primera vez con catorce años, tumbada en mi viejo dormitorio colocada hasta las cejas de eso que llamaban Diazepam. Me reía, me reía sin ganas mientras sentí por primera vez lo que era algo tan parecido a lo que todos mis escritores describían como un "alma que no puede dejar de llorar".
Sólo era el principio del fin, incluso cuando descubrí que escribir mitigaba esos demonios. Pero el dolor sólo se acumulaba, se amontonaba debajo del colchón día tras día hasta que podía ver plasmados en el techo a cámara lenta las puñaladas en mi pecho que seguían sangrando a borbotones. Los días pasaban, pasaban en una gama de grises hasta que la oscuridad me cegó en un negro mate.
Tendría dieciséis cuando las pesadillas empezaron. Y el miedo a dormir. El respeto porque Insomnio permitiese a Ansiedad arroparme, porque me volviesen a temblar las rodillas y el nudo de la garganta realmente me estuviese asfixiando como una soga. Cada vez más fuerte. Sin aliento.
Recuerdo a cada uno, a cada persona que se molestó en intentar salvarme de ese abismo en el que yo no dejaba de caer en picado. O a todos aquellos que creía que, intentando salvarle de sus demonios, hallaría yo la cura para los míos. Ya no era un estado anímico, ni psíquico: era un modo de supervivencia hasta que la calma me inundó —tras haber inundado yo cientos de noches la almohada en llantos silenciosos, en súplicas porque este dolor que me consumía dejase de existir de una vez; un desgarrado susurro en bucle, un "por favor, no puedo sentir más dolor, haz que pare" que gritaba hasta desgastar mis cuerdas vocales—.
Entonces, prometieron que Lorazepam me relajaría. Que si venía acompañado de a saber qué antidepresivo, mi vida se volvería mucho mejor. Casi digna de un anuncio de la teletienda, con plano de Hollywood y con una versión renovada de mí.
Y quise creerlo. Necesitaba creerlo.
Pero yo me sentía cada vez más rota. Cada pastilla me alejaba más de mi yo más lúcido, más real. Y empecé a cortar, a sentirme... más sola. Más incomprendida. Los meses pasaban y esa sensación de desgarrarme noche tras noche no se disipaba con los efectos de las pastillas, si a caso se multiplicaban los episodios versión hardcore cuando el colocón se pasaba.
Sentía que en la cama seguíamos siendo tres, sólo que yo dormía y ellos me esperaban, observándome segundo a segundo, esperando a que despertase como un animal depredador a su presa. Arrinconada en un silencio que me obligó a tener que conciliar el sueño por necesidad con la tele encendida, con ruido que les espantase de fondo.
Por aquella época, me sorprendía a mí misma sentada al borde de la silla, con las palmas de las manos en los bordes de los reposabrazos como si esperase el segundo exacto antes de salir corriendo para impulsarme... en un perpetuo estado de alerta.
Así, llegó la calma. Las noches resultaban menos difíciles cuando pasaron los meses y Lorazepam fue la cuarta en meterse en mi cama. Estaba tan ciega de ansiolíticos y efectos secundarios que ni siquiera recuerdo quién o qué era yo. Pero se acomodó esa calma artificial en mi pecho, permitiéndome coger un mínimo de oxígeno y la seguridad en mí misma, de mi cuarto... se evaporó.
Me pasaba la vida buscando un refugio, una zona de confort donde respirar [de verdad].
Era un interruptor intermitente, que chasqueaba a su antojo, y sentía todos los peligros de la humanidad corriendo a por mí.
Por eso no muestro mis cicatrices, porque algunas siguen escociendo. Por eso me recuerdo cada que vez que la calma real aparece que sólo hay un chasquido para que tambalee. Para que mi mundo vuelva a derrumbarse y vuelva a ser la misma niña que se escondía debajo del escritorio a llorar.
Por eso sé que estoy viva: porque duele y me permito que ahora lo haga. Y que llore todo lo que no he llorado por miedo. Porque es mi recordatorio de que sí que sé que ahora respiro.
Y poco tiempo dejé que fuéramos cuatro en la cama. Cambie el colocón por valentía, el miedo por negarme q pasar una vida entera siendo esclava de mi propia mente. Decidiendo que insomnio me arropase, pero que ansiedad se largase.
Todavía me sigo sintiendo perdida. Pero soy mi mejor aliada.
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Letanía.
RomanceRetales de todo aquello que pensamos los domingos por la noche con la luz apagada.