Una Malaventura

35 1 0
                                    

Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de Edina. 
Terribles eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban.
Las mujeres gritaban. Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros resonaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Era posible? ¡Bailaban! ¡Ay, pensé yo, mis tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué legión de melancólicos recuerdos despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación imaginativa, especialmente la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría decir, continuada... sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se me permite la expresión, la muy perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador, elevador y purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más verdaderamente envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así decirlo, la más bonita (si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo!
¡Perdóname, gentil lector, pero me dejo arrastrar por mis sentimientos! En ese estado de ánimo, repito, ¡qué legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros bailaban! ¡Y yo no podía bailar! ¡Retozaban... y yo sollozaba! ¡Brincaban... y yo gemía!
¡Conmovedoras circunstancias, que no dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las cosas que aparece al comienzo del tercer volumen de la admirable y venerable novela china Yo-Ke-Sé!
En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos: Diana, mi perra de lanas, la más gentil de las criaturas... Caíale un gran mechón sobre un ojo y llevaba una cinta azul con un lazo a la moda en el cuello. Diana no medía más de cinco pulgadas de alto, pero su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le habían cortado demasiado al ras, daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante animal y le ganaba las simpatías generales,
Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de Pompeyo. Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años de edad. Tenía las piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña, ni cortas sus orejas. Pero sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de sus grandes ojos. La naturaleza no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como es frecuente en dicha raza) hacia la mitad de la parte superior de los pies. Vestía con notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en una faja de nueve pulgadas y un gabán casi nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto, majestuoso e ilustre doctor Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien cosido. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo. 
Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario.
Queda la tercera... y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy
Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados.
Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo.
Estaba yo. Éramos tres. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín.
Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por Diana, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina.
Repentinamente alzóse ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y, sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.
Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos...; sí, no pude dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme... aunque en realidad estaba segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos había yo observado ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una rata. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos!
¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en alguna parte! ¡Y Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente inodoro.
La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los dioses su persecución?
Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del... del pecho, precipitándome boca abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y allí permaneció. Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con sus grandes ojos y... suspiró. ¡Oh, dioses... ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y el cabello... la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se estremecía de indignación. Así es como el epicentro Flos Aeris, de Java, produce una hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.
Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre cámara procedía de una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies de alto. Empero, ¿qué no emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme hasta el agujero. Gran cantidad de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico aparecían junto al orificio, y a través del mismo pasaba un vastago de hierro procedente de la maquinaria. Entre los engranajes y la pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero estaba enérgicamente decidida a perseverar. Llamé a Pompeyo.
—¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente debajo... así. Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la otra, Pompeyo, y en esta forma me treparé a tus hombros.
Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la cabeza y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico.
Apenas si me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a Pompeyo que sería considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije que sería sumamente tierna para sus sentimientos... ossí tendre que biftec. Y, luego de cumplir así con mi fiel amigo, me entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la escena que tan gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica Edina. Me limitaré a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal.
Después de haber satisfecho en alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía y apariencia general de la ciudad, me quedó tiempo para observar la iglesia donde me hallaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la cual había sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco reloj y que, visto desde la calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para darles cuerda. Sin duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por allí el brazo y ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño de dichas agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido y sumamente afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la mirada hacia el glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en contemplación.
Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía sostenerme más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco razonable y así se lo dije mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una evidente tergiversación de mis ideas al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y llanamente que era un estúpido, que había cometido una ignorancia del elenco, que sus nociones eran meros insomnios del jueves y que sus palabras apenas valían más que una mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi contemplación.
Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el celestial escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío que se posaba suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada.
Sabía que Pompeyo se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas traseras en un rincón del campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué podía entonces ser? ¡Ay, no tardé en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza, percibí para mi extremo horror que el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del reloj había descendido en el curso de su revolución horaria hasta posarse en mi cuello.
Comprendí que no debía perder un segundo. Me eché hacia atrás... pero era demasiado tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que había caído tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta con una rapidez demasiado horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede imaginarse. Alcé las manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra de hierro.
Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido sus sentimientos al llamarlo un ignorante verboso. Clamé el nombre de Diana, que sólo me contestó «bow-bow-bow», agregando que le había mandado que no se saliera del rincón.
No tenía, pues, que esperar socorro de mis compañeros.
Entretanto la pesada y terrífica guadaña del tiempo (pues ahora descubría el valor literal de la clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba bajando más y más. Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una pulgada, y mis sensaciones se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí en Filadelfia, con el majestuoso Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr. Blackwood, recibiendo sus impagables instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo de tiempos pasados y mejores, y pensé en la época feliz, cuando el mundo no era un desierto, ni Pompeyo tan cruel.
El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones bordeaban ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban vivo placer. El eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en mis oídos y llegaba a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Ollapod. Y luego estaban los grandes números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan intelectuales parecían! Muy pronto empezaron a bailar una mazurca y me pareció que el número V era quien lo hacía más a mi gusto. No cabía duda de que era una dama bien educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me esforcé por alcanzarle una silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la conciencia de mi lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos pulgadas más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables versos del poeta Miguel de Cervantes:
Vanny Buren, tan escondida. Query no te senty venny
Pork and pleasure delly morry, Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados.
A causa de la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas.
Mientras pensaba cómo podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza y, rodando por el empinado frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que corría por el alero del edificio. La pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire de independencia y desprecio con que me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba, en la canaleta, debajo de mis narices, y los aires que se daba hubieran sido ridículos de no resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y bizqueos semejantes. Esta conducta por parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de la simpatía siempre existente entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del otro. Me veía, pues, obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con aquel objeto depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro ojo, el cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.
La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo quedaba por cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad, pues comprendía que en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable situación. Y no me vi defraudada en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco de la tarde el pesado minutero avanzó lo suficiente en su terrible revolución para dividir el trocito de cuello faltante. No lamenté ver que mi cabeza, causa de tantas preocupaciones, terminaba por separarse completamente del cuerpo. Primero rodó por el frente del campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y, finalmente, se precipitó al medio de la calle.
Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más, misteriosos, desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el mismo momento. Con la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche Zenobia; pero en seguida me convencía de que yo, el cuerpo, era la persona antedicha. Para aclarar mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de llevarme una pizca de su grato contenido a la parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente la falta de la misma y arrojé la caja a mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me dirigió una sonrisa de reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban los oídos escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir viviendo bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty, Andaba combattendo y erry morty, comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya estaba muerto y seguía luchando con inextinguible valor. Ya nada me impedía descender de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio de particular Pompeyo en mi apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiera partir nueces con los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la escalera y desapareció.
Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes: Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás, y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima «Diana». ¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a su cueva? ¿Y eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el monstruo? ¡Oh dioses! ¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi amada perrita, que diviso allí sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues habla y, cielos... habla en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun, Duk she! Duk she!
¡Ay! ¡Cuan verdaderas sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto. Por ti... por ti.
¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.

FIN

Cuentos De E.A.PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora