La Verdad Sobre El Caso Del Señor Valdemar

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De ninguna manera me parece sorprendente  que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones.  Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en  tales circunstancias. Aunque  todos los participantes deseábamos mantener el asunto  alejado del público —al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación—,  a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como  exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El momento ha llegado de que yo dé a conocer  los hechos  —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente: Durante los  últimos años el estudio del hipnotismo  había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me  ocurrió  súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía  una omisión tan curiosa como  inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie  in articulo  mortis.  Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas  condiciones sería susceptible de influencia  magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar  otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias. Pensando si entre mis relaciones habría algún  sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi  amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la  Bibliotheca Forensica y  autor (bajo  el  nom de plume  de Issachar Marx) de  las versiones polacas de Wallenstein  y  Gargantúa.  El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o  era) especialmente notable por su  extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a  las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos  negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero  me  decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me  había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi  entero dominio, y, por lo que respecta a la  clarividencia,  no se podía confiar en  nada de lo que había conseguido con  él. Atribuía yo aquellos  fracasos al mal estado de  salud de mi  amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda  calma a su próximo  fin, como  algo que no cabe ni evitar ni lamentar. Cuando las ideas a que he aludido se me  ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi  amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo  demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé  francamente del asunto y, para mi  sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi  sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su  enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me  mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento. Hace más de  siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar: Estimado P...: Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en  que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le  había visto en los últimos  diez días y me  aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había  el menor brillo  en  los ojos y,  tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los  pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza.  Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta.  Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y  estaban a su lado los doctores D... y E.. Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé  aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado  del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo  o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo  una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos  del lóbulo derecho eran  de fecha reciente; la osificación se  había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma  y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis  los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas  de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar  moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado. Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se habían despedido definitivamente de él. No era su intención  volver a verle, pero, a mi  pedido, convinieron en examinar al paciente  a las diez de la noche  del día siguiente. Una vez que se fueron,  hablé francamente  con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le  había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo  a cabo, y me  pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían  al paciente, pero no me  sentí autorizado a llevar a cabo  una intervención de tal naturaleza  frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino.  Aplacé, por  tanto, el experimento hasta las ocho  de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un  estudiante de medicina  de mi  conocimiento (el señor Theodore L...l) me  libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me  vi obligado a proceder, primeramente  por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi  propia convicción de que no había un minuto que perder, ya  que con toda evidencia  el fin se acercaba rápidamente. El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder  a mi  pedido, así como  de  tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo  que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o  verbatim.   Faltaban cinco minutos para las ocho cuando,  después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad  posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en  el estado en que se encontraba. Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.» Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi  mano por su  frente, pero, aunque  empleé todos mis poderes, me  fue imposible lograr otros efectos hasta algunos  minutos después de las diez, cuando llegaron  los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En  pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente,  considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando,  sin embargo, los pases laterales por otros verticales y  concentrando  mi  mirada en el ojo derecho del sujeto. A esta altura su pulso era imperceptible y  respiraba entre estertores, a intervalos  de medio minuto. Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente  natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas. A las once menos cinco, advertí inequívocas  señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior  que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos  pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con  unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis  manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa  rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me  pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada. Al dar esto por terminado era ya medianoche  y  pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas  pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto  de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L...l y los enfermeros se quedaron. Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad  hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale decir, yacía en la misma posición  y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que  se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad  y las  piernas  tan rígidas y frías como  si fueran de  mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. Al acercarme  intenté un  ligero esfuerzo para  influir sobre  el brazo derecho, a fin  de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero  seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. —Valdemar..., ¿duerme usted?  —pregunté. No me  contestó, pero noté que  le temblaban los labios, por lo  cual repetí varias veces la pregunta. A  la tercera vez, todo su cuerpo se  agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea  del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas  audible brotaban de ellos estas palabras: —Sí... ahora duermo. ¡No me  despierte! ¡Déjeme morir así! Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como  antes. Volví a interrogar al hipnotizado: —¿Sigue sintiendo dolor en  el pecho, Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue  aún menos audible que la anterior: —No sufro... Me estoy muriendo. No me pareció aconsejable molestarle más  por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F..., que  arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el  paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios,  me  pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí. —Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo? Como la primera vez, pasaron unos minutos  antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la  debilidad volvía casi  inaudible, murmuró: —Sí... Dormido... Muriéndome. La opinión o, mejor, el deseo de los médicos  era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos  minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome  a repetir mi  pregunta anterior. Mientras lo hacía, un notable cambio se  produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban  fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron  bruscamente. Empleo estas palabras  porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi  memoria la imagen de una bujía  que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras  la  mandíbula inferior  caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era  tan espantosa en aquel  instante, que se produjo un movimiento general de retroceso. Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi  relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo. El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando  nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de  aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos  o tres epítetos  que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que  su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón  de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a  los míos) desde larga distancia,  o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me  produjo la  misma sensación (temo que me  resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas  y viscosas  producen en el sentido del tacto. He hablado al mismo tiempo de  «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar  hablaba, y  era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí  unos minutos antes. Como se recordará,  le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché: —Sí... No...  Estuve  durmiendo... y ahora... ahora...  estoy muerto. Ninguno de los presentes pretendió siquiera  negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor  espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los  enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi  parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar. Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su  respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no  obedecía ya a mi  voluntad. En  vano me  esforcé por hacerle seguir la dirección de mi  mano. La única señal de  la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua  cada vez que volvía a  hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar,  pero que carecía ya de  voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le  formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me  esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en  compañía de ambos médicos y de L...l. Volvimos por la tarde a ver al paciente.  Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se  conseguiría con eso. Resultaba  evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido  detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos  a  Valdemar, lo único que lograríamos  seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. Desde este momento hasta fines de  la semana pasada —vale decir,  casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo  este tiempo el hipnotizado se mantuvo  exactamente como  lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente. Por fin, el viernes pasado  resolvimos hacer  el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el  que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados  y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como  injustificada. A efectos de librar del trance hipnótico al  paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La  primera  indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como  detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor  penetrante y fétido. Alguien me  sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que  interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras: —Señor Valdemar... ¿puede explicarnos  lo que siente y lo que desea? Instantáneamente reaparecieron los círculos  hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca  (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella  horrenda voz que he tratado ya de describir: —¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame  dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme!  ¡Le digo que estoy muerto! Perdí por completo la serenidad y, durante  un momento, me  quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me  di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me  lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente. Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente  explotaban  desde la lengua y no desde  los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio  de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo...  se pudrió  entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una  masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

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