El cuento mil y dos de Scheherazade

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La verdad es más extraña que la ficción.   (Antiguo adagio)

En el  curso de ciertas investigaciones sobre el  Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar el  Tellmenow  Isitsöornot37,  obra que,  a semejanza del  Zohar,  de Simeón Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano (si  exceptuamos, quizá, al autor de las  Curiosidades de la literatura norteamericana);  como  decía, tuve oportunidad de  leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al  descubrir que el mundo  literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en  Las mil y una noches.  En efecto, si bien el  dénouement  de dicho destino, como  se lo consigna allí,  no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la realidad. Para toda información sobre tan interesante  tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot;  pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un  resumen de lo que descubrí en este libro. Se recordará que, en  la versión  usual de los cuentos árabes,  un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real  esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta— de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo. Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias,  sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea. La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en  la empresa como corresponde a toda heroína. De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su  sacrificio), Scheherazade envía a  su  padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa  por el miedo que tenía al visir), pero al  hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas  la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación. Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda,  debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso  plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para que  en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la  pareja real como  para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos  tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca,  su esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la  haría retorcer el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima  historia (creo que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy  baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no  había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de  que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador —cosa muy poco preferible a la  de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil. Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había ocurrido al final con el gato negro (pues creo  que era negro) y la rata. Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la  pincelada final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta  de lo que hacía, se vio arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me  engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente gracias a un mecanismo  de relojería,  al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este  relato interesó al  califa mucho más que el primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los  esfuerzos de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A  la noche siguiente ocurrió algo parecido, con resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen monarca, después de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos  que mil y una noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o —lo que  es más probable— se limitó a quebrarla, al mismo tiempo que la cabeza de su  padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade, que, como descendiente directa de  Eva, había heredado quizá las siete cestas de charla que esta última dama, como  es sabido, cosechó al pie de  los árboles  en el jardín  del Edén, acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido. Ahora bien, esta conclusión  (que figura en la obra tal como  la conocemos) es indudablemente muy justa y agradable, pero,  ¡ay!, como  tantas cosas, es mucho más agradable que verdadera. Debo al  Isitsöornot  la  rectificación de este error.  Le mieux  —dice un proverbio francés—  est l’ennemi du bien,  y al mencionar que Scheherazade había heredado las siete cestas de  la charla, hubiera debido agregar que las puso a interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete. —Querida hermana —dijo en la noche mil y  dos (transcribo  literalmente los términos del  Isitsöornot—,  ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo,  está roncando, lo cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión  de la historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes  aventuras aparte de las que os he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me  sentía  un tanto soñolienta y  preferí abreviar mi relato. ¡Oh infame  proceder, del cual espero que Alá me  perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi  negligencia  y,  tan pronto haya pellizcado un par de veces al  califa y éste  se despierte lo  bastante  como  para cesar sus horribles ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea)  la continuación de esta notable historia. La hermana de Scheherazade, según noticias del  Isitsöornot,  no se manifestó demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió  (por cuanto se trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino. —Por fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su  voz—, después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi  hogar, me  sentí poseído una vez más por el deseo de visitar países lejanos; y un  día, sin advertir a mi  familia de  mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con ellas a  la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme  del reino, rumbo a alguna región que no hubiera explorado todavía. »Luego de dejar los fardos en la arena, nos  sentamos bajo los árboles y miramos  el océano, esperando percibir algún navío, pero  durante varias horas no vimos ninguno. Me pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda afirmó  que también él lo oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en  forma tal que no podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta convertirse en un enorme  monstruo, nadando con gran parte del cuerpo fuera del agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes masas de espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual avanzaba con  una larga línea de fuego que se extendía hasta perderse  en la distancia. »Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda  claridad.  Su largo era comparable al de tres árboles entre los más altos, y su ancho  semejante a la gran sala de audiencias de vuestro palacio,  ¡oh el más sublime y munífico  de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios; sólido como de roca, era de un negro azabache en  toda la extensión que  sobresalía del agua, a excepción de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua, pero que veíamos por momentos cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi blanco, y de él surgían hacia lo alto  seis espinas  de una altura casi igual a la mitad de su largo. »Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para  compensar este defecto  se hallaba provisto de veinte ojos por lo menos,  que sobresalían de las órbitas como  los  de la libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo  sangre que parecía una especie de  ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los  demás y daban la impresión de ser de oro macizo. «Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por artes de nigromancia, pues no tenía aletas  como  las de un pez, ni patas membranosas como un pato, ni alas como la concha marina  a quien el viento impulsa como  si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para avanzar,  como  la anguila.  La cabeza y  la  cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia de esta última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un agudo y desagradable sonido. »Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible,  pero pronto se vio superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los hombres y sumamente parecidos a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino  que la naturaleza parecía haberles proporcionado  unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como  para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores  molestias imaginables. En  lo alto  de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como pronto advertí,  eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener,  gracias a su gran peso, las  cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como  los que ponemos  a nuestros perros,  sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como  imaginarse pueda, por no calificarlo de espantoso. »Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde  nos hallábamos, proyectó  repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un  terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con  una trompeta en la mano; llevándosela a la boca,  no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos,  ásperos y desagradables, que  hubiéramos  confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos por la nariz. »Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me  volví al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de  terror, y le pregunté  qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones,  así como de la  naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el  temblor que  lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios  malignos para infligir  desgracias a la humanidad; que aquellas cosas que  había en su  lomo  eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más grandes  y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al  grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos. »Esta explicación me  indujo a salir corriendo a  toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me  interné como  una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad,  pero en  dirección opuesta, al punto  que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no  me parece que haya vuelto a verlo jamás. »En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual  echó a nadar de inmediato mar afuera. »Me arrepentí entonces amargamente de  haber abandonado un hogar confortable para arriesgar la vida en semejantes aventuras;  pero como  aquellas lamentaciones no servían de nada, traté  de mejorar en  lo posible  mi  situación, buscando asegurarme  la buena voluntad del animal-hombre que esgrimía la trompeta, y que parecía ejercer  autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días más tarde, aquella criatura me  dio varios testimonios de su favor, y llegó por fin a molestarse en enseñarme los rudimentos de lo que sería vano denominar un lenguaje; pero gracias  a ello me fue posible hacerme entender de aquella criatura y expresarle mis  ardientes deseos de ver el mundo. »—Patapún catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán chin  pún —me  dijo cierto día, después de cenar—. Pero me  apresuro a  pedir mil perdones, pues olvidaba que Vuestra Majestad ignora el dialecto de los “cockneys” (como se denominaban los animaleshombres, quizá porque su  lenguaje constituía el eslabón entre el caballo y el gallo38). Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc., significa:  “Me alegra descubrir, querido Simbad, que eres un excelente individuo; por nuestra parte, estamos cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del globo, y ya que tienes tantos deseos de ver mundo, cerraré los ojos y te daré un pasaje  gratis en el lomo de la bestia”. El  Isitsöornot  declara que, cuando la dama  Scheherazade hubo llegado a este punto, el califa se volvió sobre  el lado derecho y dijo: —Ciertamente, querida reina, es  muy  sorprendente que hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras de Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como extrañas? Habiéndose expresado así el califa, según  nos cuentan, la hermosa Scheherazade continuó su relato con  las siguientes palabras: —«Agradecí su gentileza al animal-hombre —dijo Simbad— y pronto me  hallé muy a mi  gusto sobre la bestia, que nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar de que éste, en la parte del mundo donde nos  hallábamos, no era plano, sino redondo como una granada, por lo cual puede decirse que  todo el tiempo subíamos y bajábamos por él.» —Esto me parece sumamente raro —interrumpió el califa. —Empero, es muy cierto —replicó Scheherazade. —Lo dudo —dijo el monarca—, pero ruégote que tengas la bondad de seguir con tu relato. —Así lo haré —continuó la reina—. «La  bestia —continuó Simbad— nadaba hacia arriba y abajo, hasta  que llegamos a una isla de  muchos cientos de millas de circunferencia que, a pesar de su tamaño, había sido levantada en mitad del océano por una colonia de pequeños seres semejantes a las orugas». —¡Hum!  —dijo el califa. —«Al abandonarla isla —continuó Simbad (pues  Scheherazade no hizo caso de aquella intempestiva interjección de su esposo)— llegamos a otra donde había bosques de piedra tan duros que rompían el filo de las hachas más  templadas, con las cuales tratamos de cortar sus árboles»—¡Hum!  —dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no le prestó atención y siguió hablando con las palabras de Simbad: —«Más allá de esta isla llegamos a un país donde había una caverna que entraba treinta o cuarenta millas en las entrañas de la tierra  y que contenía mayores, más grandes y magníficos palacios que los existentes en  Damasco y Bagdad juntas. Del techo de estos palacios colgaban miríadas de gemas, semejantes a diamantes, pero  más grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres, pirámides y templos,  corrían inmensos ríos negros como el ébano, pululantes de peces sin ojos41». —¡Hum!  —dijo el califa. —«Nadamos luego a una región del mar donde  hallamos una elevadísima montaña, de cuyas laderas caían torrentes de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de ancho y sesenta de largo42; de un abismo en lo alto surgían cantidades tales de cenizas, que el sol había quedado completamente oculto en el cielo, y estaba más oscuro que en la más tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta  millas de aquella montaña era imposible ver el más blanco de los objetos, aunque  lo pusiéramos contra los ojos»43. —¡Hum!  —dijo el califa. —«Luego de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su viaje hasta llegar  a una tierra donde la naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues vimos un gran lago en cuyo fondo, a más de cien pies bajo la superficie,  florecía con toda su vegetación un bosque de altos y exuberantes árboles»44. —¡Hola! —dijo el  califa. —«Cientos de millas más allá encontramos un clima donde la atmósfera era tan densa que sostenía el hierro o el acero, tal como el nuestro sostiene una pluma»45. —¡Azúcar! —dijo el califa. —«Siguiendo siempre la misma dirección,  llegamos a la región más admirable y magnífica de la tierra. Corría por ella un río de  varios miles de millas de longitud.  Era de insondable profundidad y de mayor transparencia  que el ámbar. Su ancho variaba de tres a seis millas y sus márgenes se alzaban perpendicularmente hasta mil doscientos pies de altura, coronados por árboles de follaje perenne y flores del más dulce perfume, que convertían aquel territorio en un maravilloso jardín. Pero tan exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y penetrar en él  representaba inevitablemente la muerte»46. —¡Toma! —dijo el califa. —«Nos alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días, llegamos a otro donde nos asombró descubrir miradas de monstruosos  animales que tenían en la cabeza cuernos semejantes a guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan vastas cavernas en forma de túnel, disponiendo su entrada en forma tal que  los animales que pisan las piedras que la forman se precipitan al interior de la  guarida de los monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre, transportando luego desdeñosamente sus restos a mucha distancia de las “cavernas de la muerte”»47. —¡Bah! —dijo el califa. —«Continuando nuestro viaje, avistamos una zona donde hay vegetales que no crecen en el suelo,  sino en el aire48. Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales49; otros derivaban su alimento del cuerpo de animales vivos50, y había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso51; otros que andaban de un  lado a otro según su voluntad52, y, lo que era aún más extraordinario, descubrimos flores que vivían, respiraban y movían sus partes  a voluntad, y  que compartían la detestable pasión humana por la esclavitud, sumiendo a otros seres en horribles y solitarias prisiones hasta que cumplían determinadas tareas»53. —¡Cómo! —dijo el califa. —«Al salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde  las abejas y los pájaros son matemáticos de tanto genio y erudición que diariamente enseñan geometría a los entendidos del imperio. Cierta vez que el rey ofreció una recompensa por la solución de dos dificilísimos problemas, ambos quedaron instantáneamente aclarados, el uno por las abejas y el otro por los pájaros. Como  el  rey guardó la solución en secreto, sólo después de complicadísimas investigaciones  y trabajos y  de  escribir infinidad de  voluminosos libros en infinidad de años llegaron los matemáticos del reino a las mismas soluciones que las abejas y los pájaros habían dado en el acto»54. —¡Demonio! —dijo el califa. —«Apenas había perdido de vista este imperio, cuando llegamos  a otro, desde cuyas playas vimos volar una bandada de pájaros de  una milla de ancho y doscientas cuarenta millas de largo; es decir,  que, aun volando a  razón de una milla por minuto, se requirieron cuatro horas para que pasara  sobre nosotros la entera bandada, en la cual había varios millones de pájaros»55. —¡Camelo! —dijo el  califa. —«Tan pronto habíamos quedado libres de estos pájaros, que mucho nos molestaron, vimos surgir un ave de otra especie,  infinitamente más grande que los  rocs  que había encontrado en mis anteriores viajes; era más grande que la mayor de las cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh  el más magnífico de los califas!  Este terrible pájaro no tenía cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por un vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido por una sustancia muy suave, lisa, brillante y de franjas coloreadas. El monstruo llevaba en sus garras (a su guarida, en las nubes, sin duda) una casa cuyo techo había probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos claramente a varios seres humanos que parecían tan  empavorecidos como  desesperados  por el espantoso destino que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando que  el pájaro se asustara y soltara la presa; pero se limitó a exhalar una especie de resoplido, como de  cólera, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado saco que  resultó estar lleno de arena.» —¡Cuentos chinos! —dijo el califa. —«Muy poco después de esta aventura encontramos un continente de vastísima extensión y prodigiosa solidez, el cual descansaba enteramente sobre el lomo  de una  vaca color celeste  que tenía no  menos de cuatrocientos cuernos»56. —Esto sí  lo creo —dijo el califa—, pues he leído algo por el  estilo en algún libro. —«Pasamos  por debajo de este continente, nadando entre las piernas de la vaca, y horas después nos encontramos en una región  maravillosa que, según me informó el animal-hombre, era su propio país, habitado por seres de su  misma especie. Esto aumentó muchísimo el concepto  que de él tenía  y empecé a avergonzarme  del desprecio y la familiaridad  con que lo  había tratado hasta  ahora. En efecto, descubrí que los  animaleshombres constituían una nación de  grandes magos que vivían con la  cabeza llena de gusanos57, los cuales sin duda servían para estimularlos con sus dificultosos retorcimientos y coletazos, a fin de que alcanzaran los más asombrosos grados de imaginación.» —¡Disparates! —dijo el califa. —«Entre los magos había diversos animales  domésticos de lo más singulares. Por ejemplo, vimos un enorme  caballo cuyos huesos eran de hierro y tenía agua hirviendo por sangre. En lugar de maíz lo alimentaban con  piedras negras; a pesar de esa dura dieta era tan fuerte y  veloz como para  arrastrar una carga más pesada  que el más grande de los templos de esta ciudad, a una velocidad que superaba la de la mayoría de los pájaros»58. —¡Paparruchas! —dijo el califa. —«Entre esas gentes vi una gallina sin plumas más grande que un camello; en vez de carne y huesos era de hierro y ladrillos; su sangre, como la  del caballo (al que mucho se parecía) era agua hirviendo, y,  como él, sólo comía madera y  piedras negras. Esta gallina producía con frecuencia un centenar de pollos en un solo día; después de nacidos se instalaban durante varias semanas en el estómago de su madre»59. —¡Dislates! —dijo el califa. —«Un miembro de esta nación de brujos creó  un hombre de bronce, madera y cuero, dándole tanta inteligencia que  hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad, con excepción del gran califa Harun Al Raschid60. Otro de estos magos construyó con materiales  parecidos una criatura capaz de  avergonzar el genio de su propio creador: tan grandes eran sus poderes razonantes que, en  un segundo, efectuaba cálculos que hubieran requerido el trabajo de cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año61. Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una fortísima criatura que no era ni hombre ni bestia, pero que tenía cerebro de plomo mezclado con  una sustancia negra como la pez y  dedos que actuaban con tan increíble velocidad y  destreza que no hubiera tenido dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una  hora; todo esto con una  precisión tan exquisita que no se hubiera podido encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros en el ancho de un  cabello. Esta criatura era de  una fuerza prodigiosa, al  punto que creaba y destruía de un soplo los imperios más poderosos; pero sus aptitudes se aplicaban indistintamente al bien y al mal.» —¡Ridículo! —dijo el califa. —«En esta nación de nigromantes había uno que llevaba en las venas la sangre de la salamandra, pues no tenía escrúpulos en sentarse  a fumar su chibuquí en un horno ardiente, hasta que su cena se cocinaba  completamente en el suelo62. Otro  tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro, sin siquiera mirarlos durante el proceso63. Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a  fabricar un alambre invisible64.  Otro percibía las cosas con tanta rapidez, que contaba los movimientos de  un cuerpo elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás a la velocidad  de novecientos millones de veces por segundo»65. —¡Absurdo! —dijo el califa. —«Otro de estos magos, ayudado por un fluido  que nadie vio hasta ahora, podía hacer que los cadáveres de sus amigos movieran los brazos, patearan, lucharan e incluso se levantaran y danzaran66. Otro cultivó a tal punto su voz, que podía hacerse oír desde un extremo al otro del mundo67. Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en Damasco y escribir una carta en  Bagdad o en cualquier otro sitio68. Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que  podía hacerlo descender  a su antojo; le servía luego de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo con ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes69. Otro fabricó hielo en un horno ardiente70. Otro obligó al sol a que pintara su retrato y el sol le obedeció71. Otro tomó  el astro rey, junto con la luna y  los planetas, y luego de pesarlos cuidadosamente, sondeó sus profundidades y descubrió la solidez de las sustancias que los componen. Pero toda  aquella nación posee una  habilidad nigromántica tan sorprendente, que hasta sus  niños  y aun  sus  perros y sus gatos son capaces de ver fácilmente objetos que no existen, o que veinte  millones de años antes del nacimiento de dicha nación habían sido borrados de la faz del universo»72. —¡Ridículo! —dijo el califa. —«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos —continuó Scheherazade, sin preocuparse en absoluto  de las repetidas y poco caballerescas interrupciones de su esposo— son de lo más refinadas y perfectas, y constituirían el  ápice de lo interesante y de lo hermoso de no mediar una desdichada fatalidad que las agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes de sus  esposos y padres han logrado remediar hasta el presente. Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma,  mientras otras se presentan de diferente manera; pero me  refiero, sobre todo, a la que asume la  forma de una excentricidad.» —¿Una qué?  —preguntó el califa. —Una excentricidad —dijo Scheherazade—. «Uno de los genios malignos que continuamente tratan de hacer daño indujo a tan  perfectas señoras a creer que aquello que denominamos belleza natural consiste en la  protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre. Les hicieron creer que la perfección de la hermosura se halla en  razón directa con el volumen de dicha parte. Dominadas por la idea, y aprovechando que los almohadones son muy baratos en ese país, se ha  llegado a un punto en que ya resulta difícil distinguir a una mujer de un dromedario...» —¡Detente! —exclamó el califa—. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me has dado ya una terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese asunto de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil?  Lo mejor que puedes hacer es ir a que te estrangulen. Según me  entero por el  Isitsöornot,  estas palabras ofendieron y asombraron a Scheherazade, pero, como sabía que el califa era hombre de  escrupulosa integridad y poco sospechoso de faltar a su palabra, se sometió resignadamente a su destino. Mucho se consoló (mientras le apretaban el cordón en  el cuello) pensando que gran parte de su historia quedaba todavía por decir,  y que la petulancia  de  aquel animal de su marido le estaba bien aplicada, pues por su culpa se  quedaría sin conocer muchas otras inimaginables aventuras.

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