Prólogo: El principio del fin

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Últimamente me mentía a menudo. Me sentaba en la terraza de mi ático, con una copa de vino, un plato de aceitunas, un sombrero que me protegiera la cabeza y la mitad de mis piernas al sol, reposando en la parte inferior de la butaca. Solía mirar al horizonte, contemplando el misterio que escondían los diferentes tonos azul del mar y saboreaba la sal que el aire movía y que depositaba en las comisuras de mis labios.

Mis miradas estaban fijas y podía sentir como en ocasiones mis ojos estaban resecos por haberse producido un descenso en la velocidad con la que mis párpados pestañeaban. Sabía que cualquier persona que me viera pensaría que debía de estar dándole vueltas a un problema más grande que la cuenta bancaria de mi hermano. Tenía problemas, sí. El tamaño de ellos solo dependía de la fuerza mental con la que los afrontara, así que yo podía catalogarlos como en proceso de superación. Y es que lo único a lo que le daba vueltas últimamente es que me había mudado de ciudad porque no soportaba más encontrar consuelo en el caos, que me aterraba la soledad que mi casa emanaba desde los cimientos, y que ahora sentía que Barcelona era la hermana pequeña de Nueva York. Te seducía con su silueta azul y te obligaba a conocer sus rincones más oscuros. Te guiñaba un ojo y te regalaba una sonrisa, y te detenía, con media bocanada de aire sostenida en el pecho, mientras su belleza iba desnudándose frente a ti. Tú te mirabas al espejo con los ojos descompuestos y te decías a ti mismo: "estoy en casa", porque el tráfico, el gentío y el calor de su clima te abrazaban y te reconfortaban. Así día tras día. Y te negabas a admitir la realidad: que estabas solo, a más de seis mil kilómetros de casa y que echabas de menos tu familia porque tú te echabas de más.

No tuve más remedio que descender la mirada puesta en mis propios ojos hasta el reflejo de mis labios que me devolvía el espejo y forcé una sonrisa que le dio un pequeño impulso al destrozo que había en mi cerebro. Cogí aire, lo sostuve en el pecho lo que me pareció una eternidad y después lo expulsé con fuerza.

Me puse mi mejor camisa, mi mejor pantalón y unos zapatos cómodos, y salí a la calle, a ese bar lleno de encanto que había junto a la playa y al que me había convertido asiduo. El camarero me saludó en inglés y mientras me traía su especialidad, miré por la ventana, analizando cada gesto de los comensales de la terraza. Había algo que me resulta peculiarmente extraño. No era festivo, pero el ambiente lo parecía. El bar estaba más animado de lo normal; los camareros desplegaron la carta de sus mejores sonrisas y silbaban mientras transportaban los platos de la cocina a las mesas. Y no sé si fue el destino o el magnetismo que desprendía, pero lo sentí en un segundo. Mi mirada volvió a centrarse en las escenas que habían detrás del cristal y LA vi. Estaba parada con una libreta en la mano, tenía la expresión facial relajada y tomaba nota de las comandas con especial atención. Acabó realizando un par de gestos y se dirigió a la barra con mis ojos actuando de testigo.

No pude despegar mis ojos de ella en todo el tiempo que mantuve mi culo allí sentado, así que me atreví a pedirle papel y boli al camarero y utilicé mi móvil con la excusa de estar trabajando en un asunto de última hora con el único objetivo de disfrutar de su enigmática sonrisa unos segundos más.

Puede parecer una locura e, incluso de depravado mental, pero os aseguro que era la persona más bonita y verdadera que había visto nunca. En sus ojos se podía ver la batalla permanente entre el marrón y el verde, y su sonrisa... ¡Ay! Su sonrisa había provocado que el proceso de crionización al que se había visto sometido mi corazón comenzara a desactivarse de forma natural, y sentía como la sangre volvía a recorrer esas cavidades que estos meses se habían mantenido inertes.

En este momento viajarán por vuestras cabezas miles de teorías sobre qué coño me he fumado o que de qué puto hospital psiquiátrico me he escapado, pero os diré que de ninguno. Que todo de lo que se trataba era de amor, a primera, segunda o tercera vista, pero de amor al fin y al cabo. Así que voy a presentarme porque me temo que habéis comenzado una historia de la que se os será imposible escapar.

Hola, me llamo Alan Lewis, aunque quizás me conozcáis como el hermano informal, irresponsable y loco de cojones del mundialmente amado Lucas W. Lewis. Vengo dispuesto a usar mi voz para contaros lo que ese jodido momento supuso en mi vida, porque yo no era consciente, pero iba a convertirse en mi principio del fin.


Las cenizas de AlanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora