Dodecaedros

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- Pero, ¿quién nos invadió?

Silvia me contempló durante unos instantes.

- Creo que es hora de dar un paseo.

Salió de la sala y volvió al poco portando un par de pesadas botas, como las que usaban ellos, y una armadura negra.

- ¿Tengo que ponerme eso?

- Si quieres seguir vivo.... – respondió, burlona.

No fue fácil meterse en la armadura. Aunque era flexible, era también lo suficientemente rígida como para dificultar los movimientos al meter las piernas y el torso en ella, tanto que, cuando por fin pude cerrarla al cuello con un chasquido, estaba sudando copiosamente. Ponerse las botas en aquellas condiciones resultó aún más complicado. La armadura se me clavaba, y doblar las piernas para ponerme cada bota resultó casi imposible. Me llegaban hasta las rodillas y tenían un mecanismo que las fijaba al resto del traje, lo que daba una protección total. Una vez que las fijé, la armadura pareció hacerse más flexible y adaptarse a mi cuerpo. Se debió también poner en marcha algún sistema de refrigeración, porque dejé de sudar y noté que mi cuerpo se relajaba al acomodarse a una temperatura perfecta. Me levanté y anduve unos pasos, inseguro, pero las botas eran mucho más ligeras de lo que parecían a primera vista y me daba la sensación de no llevar nada nada puesto, ni en los pies ni en el resto del cuerpo, aunque sintiéndome totalmente protegido.

- Esto es una pasada – exclamé, sorprendido. Di un par de saltitos y la armadura pareció saltar conmigo.

- Es un diseño especial, que nos vimos obligados a crear a toda prisa. Sin esa protección, es imposible sobrevivir en la superficie.

- ¿No hay atmósfera?

- ¿Te refieres al oxígeno? Oh, sí. La atmósfera sigue siendo igual que la respirábamos nosotros.

Miré inquisitivo el casco que Silvia había dejado sobre la mesa.

- Ahora lo entenderás.

Pulsó un botón y en la pantalla apareció una mujer morena de semblante serio que controlaba varios paneles iluminados.

- Vamos a dar una vuelta.

- ¿Cuántos necesitas?

- Con dos me vale. No nos alejaremos mucho.

La mujer asintió. Al poco, se abrió la puerta de la sala y entraron dos personas enfundadas en las mismas armaduras negras, con el casco puesto. Silvia me hizo una seña para que yo hiciera lo mismo. Al principio, me resultó claustrofóbico introducir la cabeza en aquella aparente bola de cristal negra. No veía nada porque el vaho de mi respiración lo cubría todo. Noté que me lo giraban desde fuera, encajándolo. El vaho desapareció y pude respirar con normalidad. Lo veía todo con claridad, un poco oscurecido por el tono del cristal de la visera, pero mi visión de ciento ochenta grados parecía completa.

Seguí a Silvia cuando salió y los dos hombres salieron tras nosotros. Recorrimos varios túneles, lo suficientemente altos y anchos para caminar cómodamente. Era una obra bien acabada, por lo que supuse habían sido construidos antes de la invasión. Mi corazón latía con fuerza al imaginar lo que me esperaba al otro lado. No quise preguntar, porque tanto Silvia como los demás se mantenían en silencio. Finalmente llegamos a lo que parecía un ascensor con rejas, nos montamos en él y ascendió unos cientos de metros.

- No te separes – advirtió Silvia – nada de movimientos bruscos, carreras ni gritos fuertes, ¿entendidos?

Asentí con fuerza. Empezaba a estar realmente asustado y deseando no haber abandonado la protección del subterráneo. Silvia hizo rodar una manija redonda de una escotilla, que dio paso a un pasillo vertical también de paredes redondas. Después de un rato de subida, se topó con otra puerta redonda, que abrió del mismo modo. De las entrañas de la armadura sacó un arma que llevaba pegado un depósito con un líquido denso y blancuzco. Los de abajo la imitaron y me pregunté dónde estaría la mía.

Silvia cruzó la puerta con precaución. Haciendo fuerza con los brazos saltó fuera y me tendió una mano para ayudarme a salir. Lo primero que noté fue un frío intenso, como en un día de nieve, con la diferencia de que no había ni un copo. Ante nosotros se extendía lo que parecía haber sido una gran plaza. Los edificios que hacían chaflán con ella estaban semiderruidos. Sin embargo, los destrozos no parecían debidos a explosiones, sino que daba la impresión de que las paredes se habían derretido, curvándose sobre si mismos y cayendo a lo que había sido la acera, dejando ver el interior de las viviendas tal y como las habían dejado sus ocupantes. Si forzaba un poco la vista podía ver salones donde las familias se habían reunido a ver la tele, dormitorios de chavales llenos de posters, salas de estar, cocinas... todo ello congelado en el tiempo y sin vida, tal como lo dejaron sus ocupantes al huir.

- ¿Te resulta familiar?

¿Familiar? La miré, extrañado, para después seguir el gesto con el que abarcaba lo que había ante nosotros. Tenía razón. Sí, vagamente, me recordaba algo, pero... recorrí la plaza con la vista, intentando hacerme una imagen de ella antes de la destrucción hasta que, en el centro, mis ojos se toparon con una visión familiar, dos cabezas de león caídas al suelo, rotas por algunas partes, pero inconfundibles para un madrileño o cualquiera que viniera a Madrid con asiduidad.

- ¿Esto es Cibeles? – pregunté, incrédulo. Silvia asintió. Sin poder evitarlo, mis ojos se llenaron de lágrimas. La reja de los cuarteles, el edificio de correos, la calle que subía hacia la Puerta de Alcalá.... Todo había desparecido. No quedaba ni rastro de nuestra vida anterior.

- El búnker en el que estamos es el de El Banco de España. El único lugar al que ellos no pudieron acceder.

Miré de nuevo a mí alrededor, estupefacto. Mi mente reconstruyó la plaza, la Casa de América, con sus fantasmas, Correos, El Ayuntamiento, El Cuartel..... no quedaba nada en pie. Los edificios parecían haberse hundido sobre sí mismos al derretirse, como si sus cimientos, que los habían mantenido en pie durante tanto tiempo, de repente no pudieran soportar su peso. Suspiré, anonadado, negando con la cabeza.

- ¿Todo está igual?

- Prácticamente...

Un sonido de escombros cayendo llegó hasta nosotros.

- Nos han visto – informó la voz metálica de uno de los hombres – hora de irse.

- ¡Vamos! – Silvia cogió mi mano y echó a correr, pero en lugar de volver por la escotilla, se lanzó a rodear el edificio.

Corríamos como alma que lleva el diablo. O mejor debería decir corrían, porque yo, tras el largo periodo de inmovilidad en la cámara subterránea, apenas podía seguir su ritmo, boqueando en un intento de coger aire, que quemaba mis pulmones. Tropecé y caí, incapaz de levantarme y, para mi humillación, uno de los dos hombres me levantó, me cargó sobre sus hombros y, con un gruño y algún comentario sobre mi exceso de peso, corrió tras los demás. Cargado sobre su espalda miré tras de nosotros. Unos extraños seres de ocho patas y cabeza con forma de dodecaedro nos perseguían a toda velocidad. En lugar de correr, parecían deslizarse o dar saltitos sobre un fluido negro y viscoso que, entonces me di cuenta, bañaba todo el suelo. Tenían un cuerpo rectangular formado por anillos, cuyo aspecto recordaba vagamente a un tornillo y no parecían tener ni ojos ni oídos, aunque sabían perfectamente dónde estábamos. La velocidad de sus patas arácnidas ponía los pelos de punta, y la distancia que nos separaba de ellos era cada vez menor. El que iba delante dio un salto, y hubiera caído encima del corredor que me cargaba de no ser porque Silvia disparó su arma, soltando una carga gelatinosa que tomó una forma parecida a la de la cabeza de aquel ser y que, cobrando vida, saltó sobre él, desmembrándolo y devorándolo. Un grito se congeló en mi garganta mientras mi cerebro trataba de procesar todo lo que había visto. Por fin nos detuvimos. Silvia abrió otra escotilla del suelo y desaparecimos tras ella. 

En la foto puedes ver una imagen de los invasores... ¿Te imaginas que te persiguiera algo así?

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