Vivo e inerte

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Añoro la época donde se podía acabar con la vida de cualquier animal sin que ninguna ley absurda te enviara a la cárcel tras hacerlo. Una vez agarré a mi perra Fifí y le di un abrazo, un abrazo cariñoso porque no iba terminar con su existencia de la manera acostumbrada. Le puse su cuenco lleno de pienso, al que acudió hambrienta, y lo devoró con ansia. Espero que lo disfrutara... Sólo padeció unos pequeños y graciosos espasmos, como si estuviera ladrando en sueños a unos conejos que frezaran en la orilla de una verdosa colina. ¡Maldita perra, tenías que haber muerto! Escucharla todo el día me provocaba un intenso dolor acústico, siempre ladrando con esa voz agudísima, que casi hacía reventar las bombillas de casa. Dirimía si partirla en dos con un machete o enterrarla viva bajo una montaña de arena cuando llegó a mi puerta una forastera y se enamoró al instante de ella. Tuviste suerte, Fifí, no pude abrazarte por última vez.

Lo que me ocurrió posteriormente con el gato del vecino fue mucho más grave, ya que le dije a su dueño que lo mataría si lo veía cazando ratones en mi jardín trasero. Le aseguré que atizaría a Bigotitos con un palo cubierto de clavos hasta dejarlo moribundo, y que él no podría hacer nada para detenerme. ¡Estúpido idiota! Con la mirada perdida, el vecino me dijo que si lo hacía me demandaría y que no se detendría hasta verme entre rejas. Y el hijo de ramera pútrida me la devolvió, asegurándome que, cuando devolvieran mi cuerpo suicidado a la fosa, se reiría de mi suerte mientras se cagaba sobre mi lápida... ¡Ja, allí irás tú y tu pulgosa prole gatuna! Y vaya que si fue.

Tuvo arrestos el desgraciado para robar una piara de cerdos de una granja. Para mayor inri, los instaló en una cochiquera que el muy ladrón había fabricado con materiales robados. Allí los alimentó; es conocido que daba el biberón a los marranos más pequeños todos los días. Llegaron a mis oídos rumores de gente que lo había visto llevar a casa sacos cuyo fondo era de color marrón sucio. Al parecer, alimentaba a los cochinos con otro tipo de cosas, aparte de leche. Decidí investigarlo por mi cuenta.

Espié durante la semana siguiente entre los agujeros de la alambrada forrada de tela verde que dividía las parcelas. El lunes, mi ojo captó a un vecino dando de mamar a sus lechones con un biberón grande, repleto de espumosa leche. El martes no vi nada. El miércoles, se llevó a dos lechones, presumiblemente para vendérselos a a una carnicería. El jueves vi a Bigotitos rondando por el linde de mi jardín y estuve por darle una patada que lo lanzara contra el pavimento, pero me contuve: el vecino apareció en ese justo instante para alimentar a los cerdos. El viernes, nada. El sábado y el domingo lo saludé, desafiante, pero pasó de mi como la mierda. Aquellas dos noches, mientras cenaba, escuché ruidos atrás. Los cerdos gruñían, ávidos por su comida.

Me olvidé del tema por un tiempo, durante el cual creció mi inquina por el asqueroso vecino y su entrometido gato. Entonces pensé que sería buena idea tener un perro fiero que afeitara con los dientes el lomo de algún indeseable ser con bigote de vez en cuando. Una idea nada infernal, desde luego, aunque para mi era un edulcorante comparado con la obsesión por los animales de mi enemigo vecinal. Tenía que combatir de alguna manera su aberrante imán para con las criaturas asquerosas, ¿verdad?

¿Acaso se consideraba un señor de las bestias moderno? ¡Paparruchas! Algo maléfico, que no me daba muy buena espina, había en torno a este asunto.

Recordé a Fifí. Si algo tenía de bueno, es que era demasiado fiera la muy puta... Todos los chuchos lameconchas son así. A ti te chupeteará los dedos, pero al dedo ajeno no le hará lo mismo.

Busqué a Fifí en un pueblo cercano, pero no encontré a la mujer que lo había adoptado. Mis esperanzas de tener de nuevo a mi queridísima perra se desvanecían en la nada... No tuve más remedio que tirar de billetera y comprar una mascota. Cuando obtuve lo que buscaba, un mastín de color ocre y muy bien alimentado, volví hacia casa tranquilamente. La carretera estaba mojada, una lluvia agradable descendía del cielo y convertía en algas recias a los árboles, que contestaban zumbando como avispas al sol de agosto. Cuando llegué al portal de mi casa me encontré con una desoladora visión: el vecino había puesto en venta su casa. Un cartel así lo afirmaba. Miré hacia el interior: las luces estaban apagadas, pero la peste de los cerdos seguía estando presente. Presupuse que el vecino no estaba, quizá se hubiera marchado de viaje...

Horror al vacío (Selección - Disponible en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora