Una tarde

32 2 0
                                    

Hoy, de nuevo, volví a revivirlo en mis carnes. He pasado una noche malísima al soñar con el inquietante suceso que persiste en mi memoria desde que tenía, más o menos, la tierna edad de nueve años. Sucedió una tarde de primavera, más o menos, o quizá fuera allá por los finales de aquel suave invierno. Lo que sí recuerdo bien es que hacía buen tiempo y en casa de mis abuelos y por sus alrededores podía jugar todo lo que quisiera con mis viejas amigas del pueblo, que tristemente había dejado atrás para mudarme con mis padres a una ciudad cercana. Ni el nuevo colegio, ni las nuevas compañeras, me hicieron olvidar su cariño hacia ellas, ni mis viejas amigas me olvidaron a mí. Patente quedaba en nuestros juegos, cuyos ecos resonaban por todo el descampado adyacente a la casa de mis abuelos. Nos entreteníamos con cualquier cosa que estuviera a mano. A veces, nuestros juegos, llenos de fuerza y sentimiento, se nos iban de las manos. Las disparatadas escenas que nos montábamos gracias a un exceso extremo de imaginación y picardía nos valieron, más de una y de dos veces, las regañinas de nuestros parientes y progenitores. Aquel día, por extraño que parezca, comenzó con nosotras yendo y viniendo de acá para allá, imaginando que el descampado era un mar de hierba remojada y nosotras un puñado de piratas ansiosas de encontrar millones de tesoros. Yo hacía de capitana, y mis dos amigas de piratas de pequeñas grumetillas. No tardamos en encontrar una posible ruta para nuestro barco invisible, hecho de aire e ideas.

—¡Mirad, la isla encalada! —Extendí mi dedo índice lo máximo que pude, señalando hacia una construcción en la que, ya fuera por miedo (nos habían dicho por activa y por pasiva que no fuésemos por allí) o por puro desinterés, jamás nos habíamos acercado—. ¿Creéis que podremos fondear en sus cercanías? ¡El olor a sal lleva oro mezclado...! ¡eso quiere decir que estamos cerca!

Mis amigas me siguieron la corriente. Atravesamos juntas en nuestro corcel de madera imaginada un profundo y sinuoso mar de hierba y, después de una rabiosa tormenta, logramos llegar hasta las cercanías de la isla. Allí, solitaria, de una palmera pendía una soga que parecía abandonada hacía mucho tiempo. Se me olvida apuntar que, obviamente, se trataba de un viejo albaricoquero, y de él colgaba un rudimentario columpio.

—¿De quién creéis que puede ser? —preguntó una de mis amigas.

—Ni idea —contestó la otra—. ¿Podría ser de alguien de la casita blanca? Aunque parece que no lo hayan usado en años...

—¡Estoy de acuerdo, mis grumetes! —añadí, alentando sus ganas de jugar. Parece que no funcionó.

Pronto nos aburrimos. Decidimos que íbamos a fisgonear por los alrededores y, si no nos veía nadie, jugaríamos un rato a columpiarnos. Coincidió que, de la casa encalada, salió una chica que se aproximó a nosotras con una sonrisa, ojos tranquilizadores y saludándonos amistosamente. Le correspondimos el saludo y, como si nos hubiera conocido de toda la vida, se introdujo en nuestro grupo sin mayor inconveniente. No os voy a engañar: nos cayó bien desde el principio.

—Me llamo Fabiola —dijo.

También nos presentamos. Traía una pelota de goma en la mano. Propuso que jugáramos a pasárnosla entre todas, y así hicimos. Luego de un rato, preocupadas por la propiedad del columpio, una de mis amigas se atrevió a preguntarle:

—¿Es tuyo?

A lo que Fabiola respondió:

—Sí, sí, no hay problema. Podemos jugar con él todo lo que queramos.

Y jugamos todo lo que quisimos, y más. Nuestra energía no parecía tener ni fin, y ni sabía ya siquiera si había tenido principio... Bañadas en sudor y polvo, Fabiola nos invitó a su pequeña isla. En algún puerto seguro había que repostar, y ése fue la cocina de aquel lugar. Tesoneras, arramblamos en la cocina, que estaba muy oscura, con sus azulejos blancos ennegrecidos por el humo y sus otros rojos, curtidos por el intenso sol, y pedía a gritos que le dieran un abrazo. Eso intentamos con nuestra particular alegría. Entonces Fabiola abrió un pequeño armario y retiró de él un paquete de galletas empezado.

Horror al vacío (Selección - Disponible en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora