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EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.

Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el

momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso,

ciertamente, no resulta tan sencillo.

Aristóteles, Ética a Nicómaco.

Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que

hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús

en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un

hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me

obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que

subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero,

aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía

afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.

No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba

teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo

mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban

ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué

decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le

producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un

pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el

halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga

un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.

El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día

acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a

la forma en que tienen lugar estas transformaciones.

La ciencia psicológica sabía muy poco -si es que sabía algo- sobre los mecanismos de la

emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro

de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la

ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el

nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus

inteligencia emocional Donde viven las historias. Descúbrelo ahora