2. EL CRISOL FAMILIAR
Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años de
edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus
padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla» parecían tentativas de dificultar su
aprendizaje.
—¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! —gritaba Ann, cada vez más fuerte y ansiosamente.
—¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?... ¡Muévete hacia la izquierda! —ordenaba
bruscamente su padre Carl.
Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos completamente fijos en la
pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.
Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:
—¡Alto! ¡Alto!
Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y empezó a sollozar.
Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:
—¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? —gritaba Ann, exasperada.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que
estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le espetó:
—¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar? ¡Ponla de
nuevo en su sitio!
—Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras tanto Ann.
Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.
En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie
debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos.
Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la infancia, constituye un verdadero
aprendizaje emocional cuyas lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida
familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a
sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante nuestros
sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos, en nuestras
posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros temores.
Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen directamente a
sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios
sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres que son auténticos
maestros mientras que otros, por el contrario, son verdaderos desastres.
Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos —ya sea
la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera— tiene