Aunque me empeñe en negarlo, me gustan las sorpresas. O mejor dicho, no me gusta tanto recibirlas como darlas. Si tuviese que retratar un solo instante en la vida de mis hijos, prefiero una postal del momento exacto en I n c reciben un regalo sorpresa. A Ellos saben desde muy pequeños que están obligadlos a compartir a su papá con las giras al exterior y el ministerio en general. Supongo que algunos niños coinciden que su padre sea fotógrafo, bombero, albañil o arquitecto y aprenden a convivir con el oficio de su progenitor. Nuestro hijo menor, Kevin, de apenas cuatro años, señala los aviones que pasan sobrevolando y afirma que allí está su papá.
Todavía no tiene bien claro si su papá es conferencista o piloto. Pero está seguro de que su padre pasa mucho tiempo en esos inmensos aviones. Lo mismo le sucede a Brian, de diez años. Cuando lo llevo a la cama suele preguntarme si viajaré mañana o estaré en casa el próximo fin de semana. Pero ellos tienen su recompensa. Es nuestro pequeño trato. Si se portan bien y obedecen a su madre durante mi ausencia, tendrán una grata sorpresa. Es decir, es como una «sorpresa» arreglada. Una suerte de regalo pautado. Es algo curioso, ellos esperan ser sorprendidos. Saben que papá traerá algo en la maleta al regreso de algún país remoto. Kevin suele arrojarse a mi cuello, y antes de decirme «hola», lanza la tan temida y esperada frase: — ~Me trajiste un juguete? Y allí viene lo mejor. Ellos no quieren oír explicaciones logísticas como por ejemplo que no había jugueterías abiertas en México a las seis de la mañana, cuando mi avión hizo escala. Tampoco que mis anfitriones me hicieron predicar en seis conferencias diarias, y el poco tiempo libre lo aproveché para desmayarme de cansancio en el hotel. No señor. Un trato es un trato. Ellos se portaron bien (bueno, es una manera de decir, aún falta la opinión de la madre) y ahora esperan ser sorprendidos. No se aceptan excusas. Es una cuestión de honor. ¿Crees que es una tarea sencilla? Te equivocas. Déjame darte un panorama mas ampliado.
Veamos. No puedes ausentarte de tu casa y aparecerte con un autito del tamaño de una golosina esperando que se sorprendan. Tampoco se te ocurra traer algo que funcione a control remoto y olvidarte las baterías (eso sería catastrófico, se de lo que te hablo). Mucho menos imagines que se conformarán con los típicos regalos que suelen comprar las madres, «sé que no es un juguete, hijo, pero te será muy útil». No señor, si quieres una gran sorpresa olvida los calzoncillos, las medias (aunque estén estampadas con el hombre araña) y los libros didácticos. Se supone que si te vas a subir a un avión es porque regresarás a casa con algo divertido, y que además, obvia-mente, quepa en tu maleta, sin tener que abandonar la mitad de tu ropa en alguna habitación de hotel por falta de espacio.
Así que ya sabes, si algún día piensas invitarme a tu ciudad, no olvides que es condición determinante asegurarte de que haya una juguetería cerca. De otro ánodo, cancela la cruzada, el congreso o lo que sea. Como te dije, un trato es un trato. No puedo regresar con las manos vacías y solo decirles que se convirtieron treinta mil almas para el Señor. Ellos quieren algo más. Pero lo mejor no es el regalo. Lo realmente asombroso viene luego del abrazo. Esa es la postal a la que irte refiero. Pagarías una fortuna por ver la cara de mis niños dando de la maleta mágica de papá aparece la famosa sorpresa. Es un instante apenas, pero suficiente para pagarme el esfuerzo de haber buscado una juguetería en todo Almolonga o Burkina Fasso.
Quizás, luego de media hora (y en el caso del más pequeño después de apenas cinco minutos), olviden en un rincón de la casa lo que acabo de traer. Pero valió la pena por ese solo instante en que sus rostros cambiaron por completo.
SORPRESAS ESPERADAS
Abraham, sin saberlo, también está esperando su sorpresa. Después de todo, no han pasado muchos años desde que recibió una promesa. Y ahora sin sospecharlo aun, su Padre está de regreso, y almuerza con él debajo de un frondoso árbol. Me gusta la idea de que Abraham no haya provocado el encuentro. Me fascina el saber que fue exactamente al revés. Toda mi vida he crecido con la idea de que es uno quien debe buscar a Dios, pero nunca me habían dicho que también es Dios quien busca al hombre. Paseándose en el huerto del Edén. Sorprendiendo a un Moisés dubitativo tras una zarza. Apareciendo en el medio del camino a Saulo de Tarso. O en un improvisado almuerzo campestre. —Hmmm, delicioso —dice el extraño mientras saborea una costilla de carne asada. —De igual modo, admiro la mano que tiene Sara para cocinar esos panecillos que disfrutamos como primer plato —comenta el comensal más alto—. A propósito, adónde se metió Sara?