Me lo dicen tus ojos

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« Aconteció después de estas cosas...» (Génesis 22:1).

Creo que los que crecimos en alguna iglesia y dibujamos garabatos imaginarios con el dedo en algún banco dominical, tuvimos un momento en el que algún predicador nos impactó por primera vez. Entre las decenas de sermones aburridos y sin sentido, tuvo que haber uno especial, uno que llamara nuestra atención de adolescentes. Haz un esfuerzo por recordar. Tuvo que haber uno. Yo recuerdo ese momento.

En mis tiempos de juventud no teníamos grandes invitados. El «tráfico de ovejas» era una utopía. Uno podía pasarse toda una vida en el asiento de una congregación sin siquiera enterarse de que existían otras iglesias en el resto del planeta. Después de todo, el cielo ya tenía bastante con alistar un buen lugar para los setenta y tres hermanos de la congregación. A quién podía ocurrírsele que el paraíso admitiría extraños de otra denominación? Pero un buen día, alguien tuvo la descabellada idea de invitar a uno de esos extraños. Han pasado unos veintidós años y aún me parece verlo llegar. Era extremadamente delgado, y no medía más de un metro cincuenta. Cargaba un maletín negro con ribetes de acero, un trombón y una guitarra criolla. Llegó con gran parte de su familia y dijo que tenía un mensaje de parte del Señor. Si este hombrecillo quería llamar nuestra atención, ya lo había logrado. Para empezar, la totalidad de los pocos predicadores que habíamos conocido solo decían algo, sin embargo, este parecía realmente tener algo que decir. Pidió estar media hora a solas con Dios antes de exponer su sermón. Y alguno de nuestra congregación le ofreció gentilmente nuestro sótano impregnado de humedad. No me mires así, no existían los camerinos ni las oficinas privadas en el lugar de donde vengo. Luego de unos monótonos himnos mal entonados por alguien, cuyo nombre evitaré dar por cuestiones obvias, el pequeño hombre subió de las profundidades de nuestro acogedor sótano. Se notaba que había estado llorando y que sentía una enorme responsabilidad al tener que predicar.

Me lo dicen tus ojos Fue la primera vez que alguien no estaba interesa-do en llevarnos a la presencia del Señor, sino en bajar al Señor a nosotros. El hombre de cuerpo frágil se paró en el estrado y el silencio fue ensordecedor. Tal vez se percató de nuestra desmedida expectativa y por ello sonrió y dijo: -Voy a tocarles tina canción. Seguidamente entonó el bellísimo himno «Cuán grande es Él» con su trombón a vara. Confieso que nunca he tenido demasiada noción con respecto a la música, pero aún puedo oírlo tocar. Ese hombre no estaba haciendo música, sencillamente lograba bajar las melodías del cielo a nuestra pequeña y remota congregación. Quieres imaginarte cómo suena la sinfónica en la eternidad? Alguna vez te imaginaste cuál sería la música funcional del Departamento Celestial? Entonces, permítele tocar el trombón a este hombre de dedos frágiles. La atmósfera de la congregación estaba literalmente electrificada mientras que nuestro extraño invitado recorría la nave principal del templo tocando su trombón a vara. Cuando terminó de ejecutar el último estribillo, el sollozo de la gente invadía el recinto. Pero todavía no había llegado el momento en que lograría impactarme. El hombre que había emergido del sótano helado guardó el trombón y se colgó la guitarra de su cuello. Recuerdo que dijo algo así: -Antes de darles el mensaje, solo quiero regalarles una canción más. Y fue entonces cuando ocurrió. Tengo algunos años (no demasiados) de oratoria y de pararme ante cientos de oyentes en distintas partes

del mundo, todo por la providencia de Dios. Y siempre he aprendido, inclusive al observar a otros oradores, que un conferencista jamás debe mirar individualmente a sus oyentes. Se recomienda que uno ponga la vista en un punto fijo y predique sin mirar a nadie en particular. Que vea, pero que no observe. ¿Qué tal si te distraes de tu propio sermón porque tu mirada tropieza con un bostezo de elefante del caballero sentado en la tercera fila? ~Y qué me dices si en el clímax de tu exposición, la dama del segundo asiento se levanta para ir al baño? ¿O si un niño aburrido decide hacer avioncitos de papel con las hojas del himnario ante la mirada indiferente de sus padres? Indudablemente, si algún día predicas, no te pon-gas a observar detenidamente al público. Pero el predicador que acababa de arribar a nuestra iglesia desconocía ese principio, o por lo menos le restaba importancia. Comenzó su canción mirando a cada uno de los setenta y tres hermanos de la iglesia. A todos y a cada uno. Mientras cantaba, se dedicó a escarbar el alma de aquellos que pretendían pasar desapercibidos un domingo más. A decir verdad, nunca he podido recordar aquella canción en su totalidad. O para ser más brutalmente honesto, solo recuerdo la primera frase del estribillo, que el hombrecillo repitió hasta el cansancio. Pero esto fue más que suficiente para marcar el resto de mi vida. —Yo sé que estás en crisis, me lo dicen tus ojos... Luego, más adelante, la canción decía algo así como que el Señor enjugaría cada lágrima derramada en los desiertos de las crisis. Sin embargo, lo sorprendente fue que miró a cada persona sentada en aquella remota y pequeña iglesia.

Las arenas del alma (completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora