Insomnia

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El lobo siempre se había desgarrado la garganta aullando a la luna con furia. Se mordía a sí mismo y a todo lo que tenía a su alcance, era lo único que parecía aliviar la gélida soledad que se expandía en su pecho.

Los lobos eran animales sociales, pero este estaba solo y moría de pena cada luna llena. Remus lo sufría en sus propias carnes: cada dentellada, cada golpe, cada hueso rompiéndose para volver a soldarse en su macabra metamorfosis. El cuerpo ardiente y el pecho congelado.

Porque estaba solo.

Cuando su segundo curso en el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería estaba por terminar, Sirius se empecinó en que pronto dejaría de estar solo.

—Si tú eres un lobo yo tengo que ser un animal más grande —afirmó con calma. La plata líquida de sus ojos bailaba como vino en el fondo de una copa; encontraba su maldición divertida, apasionante.

—Un perro —dijo James—, hay perros grandes.

Remus les prohibió seguir dándole vueltas a esa idea. Confió que se olvidarían de aquella locura durante el verano; que sus amigos, sus únicos amigos, estarían a salvo en la sala común de Gryffindor mientras él se desgarraba de dentro hacia fuera.

Solo.

Luchando contra fantasmas que poseían los muebles sucios y destrozados de la Casa de los gritos. Matándose poco a poco a sí mismo hasta volver a renacer con la salida del sol.

Todas las noches tenía la misma pesadilla, la que vaticinaba su muerte cada luna llena. Se transformaba; Remus dejaba de ser, de existir —de vivir— y el lobo nacía para ser durante unas horas, hasta que el sol les diese descanso a sus maltratadas carnes.


Tercero empezó relativamente tranquilo, y solitario.

«A lo mejor han visto que soy un monstruo», pensó con cierta amargura. El sabor amargo y dulce, tan parecido al chocolate, ocasionado por la decepción se expandió en su boca. Tal vez hubiese sospechado de Peter, en sus pesadillas a veces James hacía entrar en razón al trío.

Pero nunca Sirius. El idiota, ciego y leal de Sirius.

Fiel como un perro, ni en sus peores sueños llegaba a desaparecer y darle por perdido. Remus jamás lo había pensado, pero ese miedo se instaló en el delicado castillo de hielo en su pecho durante los primeros meses de su tercer curso.

¿Dormir? Una tarea imposible. Tanto lobato como muchacho lloraban y se sentían más desamparados que nunca; habían encajado en una manada cuando no querían, y ahora la necesitaban.

Pero no la tenían.

Remus notó algo extraño cuando, en navidades, Peter se atragantó al pasar a su lado. Lily no lo notó, enfrascada como estaba en explicarle sobre Runas Antiguas; pero él sí.

—¡Es la tercera hoja de mandrágora que te tragas, Pete! —acusó James en un susurro—. La profesora Sprout debe estar paranoica porque sus queridas mandrágoras están perdiendo hojas porque sí...

La mirada de Sirius se fijó en él. Plata líquida bailando como vino en el fondo de una copa.

Más tarde, los encontró leyendo un libro sobre animagos en el dormitorio. ¿Disimulo? Ninguno. Remus no supo si enfadarse o llorar de felicidad, sabía perfectamente lo que estaban tramando.

—¿Cuánto lleváis con eso? —preguntó sin levantar la vista de sus deberes de Runas antiguas.

—Sirius encontró un libro en la biblioteca de Grimmauld Place y empezó a estudiarlo —respondió James con dificultad. Hablar con una hoja de mandrágora en la boca tenía que ser difícil—. Hemos pensado en muchas cosas que puedan servirnos para ayudarte, pero Sirius dijo que esta sería la más eficaz.

Ayudarte.

Se alteró.

—¡Puede salir mal, terriblemente mal! —Remus se incorporó en la cama—. ¿Sabéis cuantas leyes estáis rompiendo? ¡Puedo atacaros, la transformación puede torcerse, pueden pillaros, pueden...!

—Todas —le cortó Sirius, con la altanería y el orgullo innatos en él—. Me da igual lo que tengas que decir, Lunático, vamos a seguir adelante con esto y nos vas a dar las gracias cuando lo consigamos —por primera vez, los ojos grises se enfocaron en él—. Somos los mejores magos de nuestra generación, ¡somos los Merodeadores, por Merlín! Un poquito de fe, caballero.

James tuvo que aguantarse las ganas de reír.

Remus sintió un nudo en su garganta y mariposas revoloteando en su estómago, sus últimos esfuerzos en volar antes de morir. La sonrisa de Sirius era maliciosa, peligrosa y, a pesar de todo, conseguía tranquilizarle a niveles que ni el chocolate caliente era capaz.

Se obligó a respirar.

—Prometedme que va a salir bien.

Sirius le guiñó un ojo y volvió a su tarea de recitar el encantamiento.


Remus soñaba. La esperanza que le habían conseguido transmitir se transformaba en carreras por el Bosque Prohibido bajo la luna llena, nunca recordaba qué animales le acompañaban, pero se sentía feliz.

La esperanza siguió viva dos años más, con los altibajos que regían su vida. La ansiedad azuzaba al lobo y la carne tuvo más cicatrices que nunca; Lily, pura bondad, le dio una crema para borrarlas.

Ojalá algo que las impidiese.

Antes de empezar quinto curso, Remus había aprendido a hacerla por sí mismo. Dormir se le hacía más ligero cuando no sentía su piel arder al cicatrizar.

En octubre llegaron unas fuertes tormentas a Escocia. Sirius adoraba salir a empaparse, sentir el pecho rimbombando con cada trueno, la magia galopando por sus venas y cosquilleando en su piel; allí, parado bajo la siniestra tormenta, Remus pudo reconocerlo como el heredero de los Black.

Y allí, delante de sus ojos, el muchacho que causaba estragos en su corazón, simplemente desapareció.

Un perro enorme, negro, de ojos inyectados en plata y cara simpaticona apareció frente a sus ojos. James celebró, Peter se escondió detrás de él, pero Remus sintió como esa esperanza explotaba en su pecho en forma de fuegos artificiales.

Lo había conseguido.

—¿Y ahora cómo vuelves a ser tú? —preguntó James, y se acercó a Sirius. Le acarició detrás de la oreja y fue cuando tomó la decisión: —Olvídalo. Serás un buen perro, Canuto, eres mucho más entrañable que ese malas-pulgas de Sirius Black.

Remus sonrió, pero seguía manteniendo una distancia de seguridad. No quería despertar de ese sueño.

—¡Retira lo que has dicho, Potter! —aulló Sirius, volviendo a adoptar su forma humana rápidamente. La voz era ligeramente ronca, un poco rota; estaba creciendo.

—¿Entonces podremos acompañar a Remus en las noches? —preguntó ilusionado Peter, mientras jugaba con sus dedos.

—Faltáis vosotros, Pete —informó él mismo. Por primera vez en esos tres años, se permitió demostrar la esperanza y la confianza que tenía en ellos—. Que Sirius se quede solo conmigo tampoco es buena idea, por muy grande que sea.

—Gracias —sonrió Sirius, totalmente orgulloso—. ¿Ves? Dije que sería un perro.

—No, si perro ya eras —le cortó James.

Y así volvieron a discutir, de camino al interior del castillo.

La primera noche en la que Remus se sintió menos solo, corretearon por el Bosque Prohibido sin miedo a nada. Canuto era lo suficientemente grande para controlar al licántropo con un par de dentelladas.

Cuando amaneció y fueron a visitarle a la enfermería, no pudo evitar agradecer a Sirius con la mirada desde la cama. Su amigo entendió y le sonrió, tranquilizándole; el dolor en su espalda se acentuaba a medida que se alejaba de la enfermería.

Y Remus pudo dormir en paz por primera vez en mucho tiempo.

Moon and StarsWhere stories live. Discover now