Radamanthys de Wyvern

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—No, no lo hagas.

De piel pecosa, ojos violetas, la chiquilla parecía ensimismada en tratar de hacerle entender a ese tipo que estaba mal todo lo que habían hecho, desde haber atado ese ridículo listón en la cintura hasta cambiarle la ropita veraniega.

Estaba completamente mal lo que habían hecho.

—Tienes muy poco sentido de la moda ¿sabías?

—¿Ah? Solo porque desprecio tu estilo de vestir no significa que tenga poco sentido de elegir prendas y colores.

—Pero mira que colores tan horribles. ¿Amarillo? ¿Flores? —el chico de cabello plateado y piel cobriza frunció el ceño—; este no es tu trabajo, ni siquiera sabes los gustos de nuestra señora así que deja de intentar hacerlo bien.

La chica crispó los puños. Era difícil controlar su propio temperamento y por ello optó en lanzarle las prendas pequeñas y salir casi huyendo de esa muy buen acomodada habitación. Su nombre era Galia, una muchacha de apenas doce años, de un carácter poco sociable y pacífico, aunque más parecía un hombrecito que quería darse a golpes con cualquier tipo que le mirara mal.

—Estúpido Cheshire, solo porque pertenece a esta familia se cree superior—muy molesta pateó las alfombras que cubría el piso del pasillo—; es igual a todos estos idiotas.

Galia golpeó la pared, sus manos vendadas se tiñeron de sangre y soltó un gemido de dolor. Estaba muy airada, inquieta y apenada, tal vez avergonzada de estar en los finos pasillos de esa mansión y que su podredumbre presencia sea la única esencia que no encajaba allí. Por un momento deseó irse, dejar una nota de agradecimiento y recordar que fue un error en traerla como alguien que tal vez no merecía el cargo. Lo único que se podía aspirar es en ser sirvienta que diera de beber a los caballos.

Nació y creció en calles inglesas, nunca conoció a sus padres, sencillamente se dedicaba a sobrevivir robando a los demás a lado de un pequeño perro cojo que encontró en alguna de sus fechorías..., y tal vez la ultima que cometió antes de ser atrapada y encerrada para sufrir el peso de los látigos ante su aberrante acción en contra de un magnate.

—¿Y quiere que me disculpe? —recordó sus palabras, allá, en el encierro de los calabozos, hace unos seis meses.

—Este sastre de pulgas es una verdadera vergüenza para la sociedad—le recriminó el oficial una vez que le soltó las cadenas—, agradece que no será las púas incrustándose en esas sucias manos.

—Sí, sí, ya deme con los látigos y déjeme ir.

En ese entonces, Galia solo traía los labios hinchados por la reprimenda que recibió por los abusadores oficiales. Aun recordaba la rudeza en que fue azotada, tal vez se pasaron de mano por culpa del licor ocasionándole la bendición de morir más tuvo poca suerte con ello así que solo la dejaron moribunda debajo de un puentecillo afueras de la ciudad.

Tenia que haber muerto, tuvo que fallecer en ese momento. Su única suerte de olvidarse de todo el dolor fue invertida por unos frívolos ojos negruzcos.

—Ya, ya, no busques peleas o nos irá mal—Galia se frotó sus desnudos y ensangrentados brazos, se cubrió la cara con un pedazo de tela sucia para no ser observada por ese hombre—. ¿Qué busca aquí, forastero? Siga su camino.

Solo vio a otro varón, un poco más joven, aunque de aspectos delicados como si fuera un chiquillo. Cabello rosa pálido y un rostro clarísimo como la leche, su vestimenta era digna de un caballero de la nobleza, tan igual que el otro rubio. Observó que esos dos se susurraron cosas, temió por ser tocada nuevamente en contra de su voluntad, así que arrastrándose se escondió en la oscuridad que el puente le otorgaba.

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