"El Aeropuerto"

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•Relatos de Pasión Oscura.•
~Relato 2: El aeropuerto.~

  Fue el 13 de diciembre de 1997 cuando la conocí. Recuerdo bien el día, porque esa mañana nevó por primera y única vez en la ciudad en la que estaba, haciéndome recordar el clima de mi país natal. Me encontraba en la sala de espera del aeropuerto, leía "El Juego de Gerald" de Stephen King, mientras esperaba mi vuelo a la capital que se había retrasado un poco por la pequeña capa de nieve que había quedado en la pista. El sol ya brillaba afuera, el gélido viento se colaba a través de las hendiduras de las puertas de cristal. No llevaba abrigo, siempre había disfrutado el frío, y más si lo hacía en compañía de una buena taza de café. Recuerdo haber llegado tres horas antes de la salida del avión, casualidad que, mientras no leía, me permitía ver y escuchar a la gente que iba llegando y saliendo de la sala -a veces las pláticas son tan estúpidas-. Siempre había creído que la forma de vestir de las personas que viajarán, depende del destino o la comodidad. Ves a unos con pijama, a otros con bermuda y calzaletas -vestimenta extraña para el clima-, la mezclilla abundaba, y yo, me unía a los empresarios que generalmente portaban ropa de vestir o algún traje. No porque yo fuera empresario, en realidad era solo Gerente Regional de tiendas departamentales en algunos estados del país, pero compartía ese gusto por un pantalón con la línea bien trazada, un calzado bien boleado, un saco y una camisa de manga larga -siempre en colores oscuros-.
    Mi puesto me hacía viajar demasiado. Una semana estaba en un estado, moviéndome por los municipios en los que tenía alguna de mis tiendas, y la siguiente estaba en otro, repitiendo mis tareas. Tenía una semana al mes para estar en casa, en la capital. Era una rutina desgastante, por eso leía libros que me crearan intriga, suspenso, la necesidad de seguir leyendo y así volver más tolerables los días.
    En uno de esos lapsos que me daba para mirar alrededor, algo a la distancia capturó mi atención. Por la escalera bajaban dos personas, un caballero de al menos sesenta años, con cabello corto, abundante y canoso. De complexión robusta y estatura considerable, gestos poco amigables y con un paso aún jovial y firme. A su lado caminaba alguien que en primera instancia creí que se trataba de una adolescente, le llegaba al pecho a aquel hombre; muy delgada, tez pálida, cabello sujeto en la parte de atrás, en tono castaño claro, del mismo que se dibujaban sus cejas y pestañas en el rostro. Usaba un pantalón negro de tela delgada, prenda holgada que probablemente en otras piernas se hubiese visto entallada. Una chamarra también en color negro con su cierre hasta el cuello y, lo que más capturó mi atención fue su calzado descubierto, de piso, con el que lucía unos pies pequeños, unos dedos con la continuidad perfecta en cuanto a su tamaño, sus uñas pintadas de negro -para variar-, y con una pinta tan tersa y delicada, que me hacía suponer que así sería toda su piel, incluso la de las manos que llevaba dentro de los bolsillos de la chamarra.
    No fue sino hasta que estuvo sentada frente a mí que me percaté de que no era una adolescente, aunque daba la impresión de ser una niña jugando a ser mayor; maquillada, vestida y con actitud de mujer, la realidad es que ella tenía ya tenía la mayoría de edad. Su voz era una melodía dulce que embelesaba mis oídos, me perdía en sus labios cada que los movía. Creí que se trataba de una dupla Padre-Hija o Abuelo-Hija, pero hubieron pequeños guiños que indicaban otra cosa. Él no dejaba de mirarla, tomaba su mano para llevarla a su boca y besar sus dedos hasta subir por la muñeca. Se acercaba a su oído para susurrar cosas que hacían que ella sonriera forzadamente, eso para después acercarse a besar su cuello o su mejilla. Verlos me recordó el tiempo en que las jóvenes princesas o las doncellas, eran entregadas por sus padres al mejor postor que representara un renombre para la familia, sin importar qué pensaría ella, sin tener voz o voto para rehusarse, y peor aún, sin siquiera conocer cómo era ese hombre en el fondo. Las reacciones de la joven frente a mí, mostraban cierto desagrado por aquel hombre, pero a la vez, mostraban respeto y gratitud.
    Surgieron dos casualidades después: ellos abordarían el mismo vuelo que yo, y ellos se sentarían en los asientos enfrente de mí. Era un avión pequeño, sólo tenía dos hileras de asientos individuales, ella se sentó en el que estaba delante de mí y él en el siguiente delante de ella. Unos minutos después de despegar, él se quedó dormido, y aunque llevaba puestos unos audífonos, no quise hablarle exponiéndome a que escuchara la conversación. Pero cierto era que tampoco quería quedarme con la incertidumbre del mar de cosas que necesitaba conocer de ella.
    Tomé un cuaderno de mi portafolios, arranqué una hoja y escribí en la parte superior:

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