2- Lagrimas

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Cuando alguien muere, la gente parece amarlo más que nunca. Todo lo malo que hizo, los errores que
cometió, las injusticias que perpetró, todo eso se olvida. Después de que morimos, todos somos
buenas personas, y los vivos fingen estar compungidos. Apenas unos pocos sienten de verdad tu falta.
El resto solo aparece como si de pronto necesitáramos su presencia mientras que, antes, ellos se
habían evaporado.
Mi hermana era en verdad buena. Aun así, muy pocos aparecieron cuando se estaba muriendo. No
los necesitábamos ahora. Los habíamos necesitado cuando Hilary gritaba de dolor por las noches.
Cuando vomitaba por la quimioterapia, cuando mi casa se iba vaciando de visitas, como si temieran
que la muerte se los llevara por error de paso que venía a buscar a mi hermana. Ahora que Hilary se
había ido y, paradójicamente, la gente había “resucitado”, yo deseaba que todos se marcharan.
Estaba sentada en el sofá de mi casa, rodeada de personas vestidas de negro que se servían canapés
como si fuera una fiesta. Al contrario del noventa por ciento de mis días, no había querido vestir
colores oscuros. Había combinado algunas de las últimas prendas que me había prestado Hilary: una
blusa roja, un pantalón verde y unas botas deportivas.
–¡Val!
La voz de Liz me alejó del ensimismamiento. Se sentó junto a mí con la corrección que la
caracterizaba y miró al hombre que tenía al lado. Ni siquiera yo lo conocía, creo que era un colega
de papá en el trabajo. Liz le pidió disculpas por haberlo movido al ocupar el asiento. El señor hizo
un gesto cortés con la cabeza.
Mi amiga era tan perfecta como Hilary: tenía buenas calificaciones, era inteligente y hermosa. En
ese momento, me recordaba a ella.
–¿Cómo estás? –preguntó, apoyando una mano en mi muñeca.
–Bien –respondí en voz baja. No acostumbraba ser el centro de atención de nadie, y desde que el
funeral había comenzado, no había persona que no se acercara a darme las condolencias.
Una compañera de mi hermana nos interrumpió para saludarme.
–Hola, Val. Cuánto lo lamento. Hilary era tan buena…
Guardé silencio. ¿Por qué no había aparecido cuando mi hermana estaba enferma y necesitaba de
sus amigas? ¿Por qué la gente pensaba que era obligación hablar bien de los muertos? Era irónico 
que, mientras la persona estuviera viva, hicieran lo contrario. Porque Hilary era popular y querida,
pero estoy segura de que, alguna vez, también habría sido presa de las habladurías.
De pronto escuché que mamá volvía a estallar en llanto. Había pasado lo mismo varias veces desde
que el funeral había empezado. No pude evitar buscarla con la mirada y la encontré de pie, abrazada
a una amiga.
¡Mierda! No quería estar ahí.
Los funerales son una cosa estúpida. No entiendo para qué querrías llorar con alguien que no
estuvo para sostener tu mano cuando tú sostenías la de tu hija enferma. Pero así funciona el mundo
adulto: pura hipocresía. Bueno, a decir verdad, no había mucha diferencia con el colegio.
Liz pasó mucho tiempo conmigo y luego se retiró diciendo que su madre la llevaría de compras. La
noche anterior me había contado que ya la había llevado al centro comercial hacía una semana.
Aunque no parecía muy contenta con el shopping, supuse que ella, como yo, odiaba los funerales,
pero no se atrevía a confesármelo. Hacía bien en irse; si yo hubiera podido, habría hecho lo mismo.
La gente seguía yéndose al ritmo que otra llegaba, y yo no lo soportaba más. Si escuchaba una sola
condolencia más, gritaría. Miré por la ventana y vi acercarse una figura conocida. Aunque era una
mujer de unos sesenta años, conservaba una apariencia juvenil. Tenía el pelo rubio y vestía una falda
de colores combinada con una blusa hindú blanca. ¡Vaya! Había alguien más que se pasaba los
funerales por el trasero.
Para mi sorpresa, mi padre apareció por el camino de entrada e impidió que la mujer llegara hasta
la casa. Resultaba imposible escuchar qué le decía, pero me di cuenta de que la estaba echando. Ella
intentó acariciarle la cara. Él le apartó la mano y señaló la calle. La mujer finalmente se volvió sobre
sus pasos mientras se secaba las mejillas con una mano.
La única persona a la que mi padre podría haber echado de esa manera era a mi abuela, su madre.
Así que ahí estaba: después de diez años de ausencia, Rose Clark había aparecido en el funeral de su
nieta mayor. La seguía llamando “Clark” porque ni siquiera recordaba su apellido de soltera. ¿Cómo
lo recordaría, si cuando desapareció de nuestras vidas yo tenía seis años, y mi padre nos prohibió
hablar de ella? Bueno, no es que nos había sentado un día y nos había dicho: “En esta casa no se
habla de la abuela”, pero resultaba evidente que el tema lo fastidiaba y que, sencillamente, no se
hablaba de ella.
La escena terminó justo cuando una vecina se sentó a mi lado y me sonrió, compungida. Tenia un pañuelo húmedo en la mano, había estado llorando.
–Te ves bastante fuerte –comentó–. Eso no es bueno. No hay que guardarse el dolor adentro.
Tenía ganas de responderle: “¿Y a usted qué le importa?”; la gente daba consejos que nadie le
pedía. Sin embargo, la verdad era que, desde que me había enterado de que Hilary había muerto, no
había derramado una sola lágrima. Se me nublaron un poco los ojos cuando llegué y papá y mamá me
abrazaron. Pero llorar, lo que se dice llorar, no lo había hecho.
No sabía qué contestar, así que me encogí de hombros.
Dos hombres que estaban sentados cerca de nosotras rieron. Uno de ellos se cubrió la boca y los
dos se miraron como si acabaran de cometer una imprudencia.
Las condolencias me tenían cansada y no quería seguirle la conversación a nadie, así que saqué el
móvil. Deseché los mensajes de algunas personas que seguían enviándome saludos –no era tan
popular ni en mi cumpleaños–, y busqué un juego.
Creo que la música de circo se oyó hasta la acera de enfrente. Me había olvidado de que el sonido
estaba activado.
Cuando levanté la cabeza, varias personas me miraban. Jamás había descubierto tanto en los ojos
de la gente: pena, indignación, curiosidad. Cada sujeto experimentaba un sentimiento diferente, y eso
despertó un lado rebelde que no creí que tenía. En lugar de pedir disculpas y guardar el móvil, bajé
la cabeza como si nada hubiera pasado y seguí jugando.
Papá se acercó poco después.
–¿Qué haces? –me regañó, cubriendo la pantalla con una mano.
Lo miré al instante. Ya no tenía dudas de que se había enfrentado a su madre; solo eso podía
haberlo dejado de tan mal humor. Había enojo en él, más allá del dolor propio de la situación
horrible que estábamos atravesando, y apostaba a que no se debía solo a mi actitud.
–No quiero estar aquí –me atreví a manifestar.
–¿Por qué no estarías? Es el funeral de tu hermana.
–¿Puedo ir a mi habitación? –pregunté con la voz entrecortada. No iba a llorar, el ardor en los ojos
solo era resentimiento.
–Vete –respondió mi padre, señalando las escaleras del mismo modo en que había indicado la calle
a su madre hacía un momento.
Me puse de pie y me alejé del tumulto.

Brillaras( Adaptacion) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora