1 Hilary

2.4K 32 6
                                    

"All we are is dust in the wind”.
Todo lo que somos es polvo en el viento.
Kerry Livgren (Kansas)

Hilary era… perfecta.
Mis mejores recuerdos de ella son de hace dos años, cuando yo tenía catorce, y ella, dieciséis.
Es imposible olvidar que se levantaba cada mañana con una sonrisa. Su largo pelo rubio se agitaba
con sus movimientos cuando saludaba, efusiva, a mamá y a papá. Cualquiera de los dos le entregaba
su recipiente de leche con cereales y ella se sentaba en una banqueta del desayunador, a veces frente
a mí, a leer mensajes en el móvil. Mostraba sus bellos dientes en una sonrisa mientras respondía.
Rara vez me saludaba; todos sabían que ni bien me levantaba, tenía un humor de perros.
A decir verdad, por ese entonces, todo lo que se refería a mi familia me ponía de mal humor. A
veces me parecía que mis padres intentaban ponerse a mi altura sin entender nada de nada.
El día que mamá me sentó en la sala y me preguntó si ya había tenido sexo, fue como si me
obligaran a comer una abundante pila de basura. Por supuesto, me negué a responder. Como siempre,
ella trajo a cuento a Hilary. Respondió que mi hermana no había tenido problema en decirle la
verdad; le había hecho la misma pregunta cuando tenía mi edad. No me importaba lo que había hecho
Hilary: ella era perfecta, en cambio yo no podía decirle a mamá que ningún chico me querría jamás
porque en la escuela me llamaban “gorda”. Mamá nunca entendería. De hecho, estaba segura de que
respondería: “Por favor, no creas eso, Val; tú no estás gorda”. Pero yo no soy el tema aquí. Es ella:
Hilary, mi hermana mayor.
Hilary tenía el cabello rubio, largo hasta la cintura, unos preciosos ojos celestes y la belleza que a
mí me faltaba. Mi pelo era de color castaño rojizo, y mis ojos, verdes, pero en la escuela tenían
razón: estaba gorda. Bueno, quizás solo un poco. Digamos que no tenía el cuerpo esbelto de mi
hermana mayor, y que mis senos eran demasiado grandes en comparación con los de ella, aunque yo
era menor. Eso me avergonzaba, y me encorvaba a veces, intentando ocultarlos. Solo una gorda podía
tener tanto busto, así que sí: los chicos de la escuela tenían razón.
Hilary se destacaba como porrista y tenía un historial académico excelente. Yo, en cambio, era un
desastre. No había nada que me gustara realmente. Me iba mal en Matemáticas, y Literatura me
aburría. Llegué a dormirme en clase de Ciencias e hice explotar un tubo de ensayo en Química.
¿Gimnasia? ¡Dios! Cada vez que tenía que padecer ese tormento volvía a casa con varios pelotazos
marcados en mi cuerpo. Un día, incluso, me golpearon con un bate de béisbol y por poco me pusieron yeso. Fue mi culpa, por supuesto, por cruzarme donde no correspondía.
Sí, además de gorda, era torpe. Y toda la escuela lo sabía. Pero también era la hermana de Hilary:
la chica popular, exitosa y divertida. Y eso me mantenía a salvo de las burlas. Me criticaban, claro, y
yo sabía con exactitud qué hablaban a mis espaldas. Pero al menos nunca me habían metido la cabeza
en un excusado, ni esas cosas horribles que sí les hacían a otros.
Saltaba a la vista que Hilary y yo éramos muy diferentes. Hasta nos gustaban estilos de música
incompatibles. A ella le encantaba el rock. Podía pasar horas con esos compilados de gente que
entonaba frases ininteligibles y baterías que salpicaban el sonido de las guitarras eléctricas. Yo, en
cambio, me dejaba llevar por la música de moda.
Los compañeros del colegio que venían a casa para hacer algún trabajo conmigo adoraban a Hilary.
¿Quién no? Si teníamos que subir al primer piso, espiaban por la puerta entornada de su habitación
para ver qué había adentro. Los trofeos que Hilary había ganado con los deportes se exhibían en la
sala, y a mamá le encantaba contarles a sus amigos historias de mi hermana. También a mis
compañeros, y ellos la escuchaban, encantados.
Sé que dije que hablaría de Hilary, pero es imposible no hablar de mí. Mentiría si dijera que jamás
sentí celos de mi hermana. Lo cierto es que a veces hasta me parecía que era la hija preferida de
mamá, y eso me llevaba a ser hostil. Mi mal humor de la mañana era una excusa para demostrarles
que no los necesitaba y que podían hacer con su amor lo que quisieran. Lo cierto es que, por otro
lado, las diferencias que Hilary y yo teníamos nunca terminaron de alejarme de ella.
A veces reíamos juntas y mirábamos alguna película cuando papá y mamá salían. No le gustaba que
yo tocara sus cosas, sin embargo, cuando yo tenía que salir y me quejaba porque nada me quedaba
bien, ella siempre aparecía en mi habitación con algo para prestarme. Su ropa me hacía sentir más
linda, quizás porque tenía mejor gusto que yo. En mi guardarropa predominaban el negro y el color
café; eso de “gorda” me llevaba a intentar ocultarme detrás de colores oscuros. Las prendas de
Hilary eran siempre coloridas, como ella, y así transformaba a las personas que estaban a su
alrededor. Aunque teníamos cuerpos distintos, su ropa me entraba porque ella era más alta que yo.
Jamás olvidaré el sonido de mi teléfono cuando Hilary me llamaba. Le había asignado como
ringtone una canción de los 70 que mis padres solían poner en el auto cuando éramos niñas: Dust in
the Wind, de Kansas. Les hacía creer a todos que había elegido semejante reliquia por el significado
del título: ‘polvo en el viento’, en el sentido de que habría sido mejor que su llamado se evaporara
gente solía reír cuando les contaba esa tontería.
Todos amaban a Hilary, ya lo dije. O al menos así fue hasta que enfermó.
Entonces, los aplausos en el gimnasio se apagaron, las buenas calificaciones terminaron, y las
visitas fueron disminuyendo. En un comienzo, sus amigas venían de a decenas. Cuando la
quimioterapia la despojó de su bello pelo rubio y le dejó a cambio ojeras moradas, solo seguía
viniendo un puñado. La única que pasaba una vez por semana era su mejor amiga, Mel; ella le traía
tareas de la escuela para que se entretuviera y le leía libros que les daba su profesor de Literatura.
Incluso mis únicas amigas, Liz y Glenn, dejaron de venir. Supuse que Liz estaba atareada con el
colegio, ya que vivía para la escuela, y que el padre de Glenn se había vuelto más estricto de lo que
era y ahora también le impedía ir a casa de sus amigas. Terminaron confesándome que, como habían
notado la gravedad de la enfermedad, no querían molestar.
Cuando Hilary enfermó, mamá dejó de trabajar. Estaba agotada y solo vivía para mi hermana. Papá
conservaba su trabajo –de algo teníamos que vivir, ¡y vaya que el cáncer acaba con las finanzas de
cualquiera!–, así que, si antes sentía que había poco para mí, ahora había menos. Como si fuera poco,
cuando las cosas se agravaron, en lugar de pasar más tiempo en casa, papá empezó a pasar más
tiempo en la oficina. Él decía que necesitábamos dinero. Mamá le discutía que necesitábamos su
ayuda. Y así proseguían los problemas.
Debo ser sincera: por esa época, todavía no tomaba conciencia real de lo que estaba sucediendo.
Dentro de mí, no terminaba de entender la gravedad de la situación y creía que, con el esfuerzo de
mamá y papá, Hilary se pondría mejor. Mamá lo creía también, por eso la llevaba a consultas y a
tratamientos médicos todas las semanas. Papá, no sé.
Mientras tanto, yo seguía con mi rutina habitual: iba a la escuela, lo pasaba bien con mis amigas,
espiaba al chico que me gustaba en su salón.
El sábado que todo cambió, me hallaba en el cumpleaños de un compañero. Liz también estaba allí.
Glenn no había ido; como era de noche, seguro que su padre no se lo había permitido. La verdad, no
nos dábamos mucho con nadie; el chico solo nos había invitado porque era nuevo y estaba peor que
nosotras en cuanto a hacer amigos. Debido a su personalidad, Liz les caía mal a unos cuantos. Era
una alumna destacada, pero a veces tenía actitudes egoístas. A Glenn también la criticaban, en su
caso, porque la consideraban ingenua. Se la pasaba en la iglesia, y para todos, era bastante aburrida.
De algún modo, éramos tres inadaptadas.

La música sonaba muy fuerte. Liz estaba sentada en un sofá, a mi lado, editando una foto que
acababa de tomar. Alzó la mirada cuando un chico empezó a volcar cerveza dentro de un jarrón para
beber de allí con sus amigos.
–Este novato no sabe en qué lío se metió al invitar a toda esta gente –bromeó, gozando un poco de
la situación–. Esta fiesta no da para más. Me voy –determinó y se levantó–. ¿Vienes?
Tomé su mano y ella se inclinó para oír lo que iba a decirle:
–Hay un chico que ha estado mirándome. No lo conozco, debe ser amigo del novato.
–¡Lo hubieras dicho antes! –exclamó, riendo–. Me habría alejado para que pudieran estar solos.
–También hay varios mirándote. Lo raro es que ese se haya fijado en mí.
–No es raro, ¡tonta! –me golpeó en el brazo–. Eres preciosa, y eso es lo único que les importa.
Quédate un rato más. Más te vale escribirme luego y contarme cómo ha ido todo con tu admirador.
Ojalá valga la pena, aunque lo dudo –me guiñó el ojo y se alejó.
A pesar de que éramos muy amigas, Liz hablaba poco de su vida. Yo solo sabía que sus padres se
habían divorciado hacía años, que su padre se había mudado a otro estado y que ella vivía con su
madre. Nunca hablaba de su familia ni de problemas personales si se referían a su hogar, y casi nunca
nos invitaba a su casa. Aunque era muy hermosa y le atraía a muchos chicos, Liz no estaba interesada
en ellos. Solía decir que ninguno valía la pena, que eran todos iguales y que solo les importaba
nuestro cuerpo. No creía en el amor, aunque no tenía mucha experiencia. Yo suponía que el divorcio
de sus padres la había afectado, aunque jamás me lo diría.
Recogí un vaso y tomé un poco de cerveza. Quería olvidar que el chico que me miraba podía
perder interés en mí en cuanto a alguno se le ocurriera llamarme “gorda”. Aunque tenía dieciséis
años, no contaba con la lucidez suficiente para entender que un idiota que se deja llevar por los
demás no merece a una chica como yo. En ese momento, ese chico me gustaba y estaba contenta de
gustarle también.
El chico que cumplía años se acercó y puso una mano sobre mi hombro.
–Val, hay dos personas afuera. Dicen que son tus tíos y que vinieron por ti.
–¿Mis tíos? –pregunté, frunciendo el ceño.
Tomé mi teléfono, que había quedado sobre la mesa, rodeado de vasos plásticos, platos y snacks, y
revisé los mensajes. Había dos llamadas perdidas de papá y un mensaje de mamá: “Te quiero en casa
ya”.
Fue lo más molesto de la noche, aún más que cuando Brian dejó caer su bebida sobre mi blusa y
Tim abrió la puerta del baño mientras yo estaba en ropa interior, intentando quitar la mancha.
–Gracias –le dije, y salí de la casa recogiendo mi abrigo de un perchero que estaba junto a la
puerta.
Subí al auto, enojada. No podía creer que mamá hubiera enviado a su hermana y al esposo por mí,
solo porque no me quería en una estúpida fiesta y ella tenía que quedarse con mi hermana.
–¿Por qué los envió a buscarme? –me quejé. Aunque me quedara en casa, mis padres ni siquiera se
enteraban de que estaba allí, ¿para qué me querían ahí?
Mi tía giró, y yo me quedé petrificada. Ella estaba bañada en lágrimas. Se pasó el pañuelo por la
nariz, sus ojos volvieron a humedecerse y sollozó:
–Lo siento, Val. Tu hermana murió.

Brillaras( Adaptacion) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora