Debo hacer aquí una confesión. Si bien durante el transcurso de mi vida, viajé por todo el mundo, siempre evité conscientemente volver al sur de América. Era el lugar prohibido, el único sitio en el mundo en el que mi presencia no era bienvenida. Sin embargo, cuando estás cansado y viejo, las cosas dejan de tener la importancia que tuvieron en el pasado, y, contraviniendo ese viejo mandamiento, contraté un tour por el prohibido sur de Chile.
Fue hace menos de un año. Tomé un vuelo a Santiago y desde ahí otro que me llevaba directamente hasta la ciudad de Castro, en Chiloé. Contemplar esas inmensidades después de tantos años sobrecogió mi débil corazón. Ese lugar donde el continente se agrieta y se convierte en jirones asediados por el mar era mi verdadero hogar, el barro en el que fui moldeado en mis primeros años.
Siguiendo el paquete turístico junto a una tropa de ancianos europeos disfrutando sus años de retiro, me embarqué en un ferri cuya ruta se internaba por los canales al sur del archipiélago. La naturaleza parecía apropiarse del mundo con su exhuberancia, mientras nosotros éramos apenas unas criaturas insignificantes, llenas de artilugios y artefactos, ropajes y maquinarias, que nos permitían soportar las duras condiciones del lugar.
El ferri encalló en el muelle de un pequeño islote donde se encontraba la cabaña en la que nos hospedaríamos. El lugar tenía todo tipo de comodidades para que disfrutáramos del lugar sin contratiempos. La conversación entre los pasajeros era animada y llena de anécdotas de sus vidas. Yo era el único que no participaba de la camaradería. A diferencia de ellos, yo no era un extranjero en ese lugar, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de ser chileno.
Una tarde, poco antes del anochecer, salí a caminar para evitar a los otros huéspedes y sus frivolidades. Desde la cabaña salía una huella que se adentraba en la espesura, diseñada para practicar el senderismo. Pese a la hora, me interné en el caminito intentando distraer mis pensamientos.
No sé cuanto tiempo caminé, pero aún no estaba oscuro cuando escuché un ruido en la vegetación. Alguien caminaba entre los árboles. Me detuve a escuchar. Sus pisadas eran fuertes, firmes. Mi respiración se detuvo por unos segundos. Las copas de los árboles se estremecieron frente a mí, reacomodándose de una manera antinatural, herética. Mi pulso se aceleró. Escuché su respiración y era la respiración del bosque que me rodeaba. Escuché sus respiración y era la respiración del mundo.
Los últimos rayos del sol caían sobre el follaje, trasmutados en pequeños destellos al contacto del rocío en las hojas de los árboles. Las vi brillar como brillan los ojos de los seres vivos. Las vi brillar en un resplandor amarillo.
Todo mi cuerpo tembló. La criatura me estaba mirando a los ojos.
Eché a correr con las pocas fuerzas que mi anciano cuerpo me permitía. Al llegar a la cabaña retiré mi equipaje y, pagando una suma tan alta como absurda, logré que echaran a andar el ferri solo para mí y así pude regresar por donde vine.
Si algún resabio de la fuerza de mi juventud quedaba en mí, lo perdí esa noche.
Ahora, a pocas horas de mi muerte, observo el diario de Mr. Walton sobre la mesa. Es el único indicio de la existencia de la criatura que quedará una vez que yo haya muerto. La historia contenida en sus hojas le ha dado sentido a mi vida, pero ha sido también mi prisión.
Ahora que mi condena está por cumplirse, ese libro carece de sentido. Miro las llamas de la chimenea que calientan mi habitación y en su crepitar las escucho pedirme que arroje en ellas el diario y estas hojas. Pero me resisto a hacerlo.
El único espejo en el cuarto me devuelve mi imagen, la de un cuerpo casi sin vida, la piel apergaminada y una mirada vacía, de un repulsivo color amarillo.
FIN
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En las Vastas Extensiones del Sur
Mystery / ThrillerUn breve relato gótico ambientado en la Patagonia chilena.