IV

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Esa misma noche, cuando mi abuelo roncaba a pierna suelta, me levanté con mucho sigilo y saqué dos libros de mi bolso. Uno era el diario del abuelo de Mr. Walton; el otro era un diccionario inglés/español que el difunto traía consigo.

Mr. Walton había subrayado algunos pasajes. Esa noche y las que siguieron, me concentré en los párrafos marcados, traduciendo las palabras con el diccionario, para luego descifrar su significado en español, trayendo a la memoria lo poco que había aprendido en la escuela de Puerto Montt, antes del accidente de mis padres. Fue mi primer acercamiento a la historia que le había contado al capitán Robert Walton, abuelo de Mr. Walton, un científico llamado Victor Frankenstein poco antes de morir.

Lo que pude entender en ese entonces fue escaso, pero medular.

Contraviniendo todo lo sagrado, Frankenstein había encontrado el secreto de la vida y para probarlo había fabricado un hombre abominable, de proporciones ciclópeas, que en retribución había destruido la vida de su creador.

Esa criatura, entendí, ahora vivía "en las vastas extensiones del sur de América", buscando vivir en paz en un lugar donde "ningún ser humano volvería a verlo jamás".

Pero yo lo había visto.


Así pasaron algunos días y mis temores se fueron apaciguando.

Volver a la rutina de lo cotidiano me regresó al mundo que yo conocía, uno sin ciudades legendarias ni monstruos que no debiesen existir.

Caminaba de regreso a la cabaña, luego de una tarde de recolectar leña, cuando sentí un grito. Lo primero que pensé fue en el alarido de la criatura, pero este grito era distinto. Era el grito de un ser humano.

Un segundo grito me reveló su origen. Era la voz de mi abuelo gritando como nunca lo había escuchado.

Arrojé la leña y corrí hacia la cabaña. Mi abuelo volvió a gritar, pero esta vez su voz fue eclipsada por otra voz, más profunda y cavernosa, la que reconocí de inmediato.

Luego, sólo hubo silencio.

Me acerqué a la cabaña con sigilo. Oculto en la vegetación, rodeé la construcción hasta quedar en un lugar desde el que podía observar la puerta principal. El día llegaba a su fin y una luminosidad crepuscular bañaba el lugar.

Esperé, inmóvil.

Cuando apareció por el umbral de la puerta, sentí el tiempo detenerse.

Aún hoy me cuesta encontrar las palabras para describirlo. Sus proporciones, pese a que sus dimensiones eran mayores a las de un ser humano, eran de una armonía imposible, de esas que atribuimos a ángeles y semidioses. Y a pesar de esa armonía, no había belleza en él. Eso inefable que habita en cada uno de nosotros, esa chispa divina que anima nuestros cuerpos, estaba ausente. Su semblante era el de los recién fallecidos, una carcasa vacía. Sus miembros, del color tumefacto de los cadáveres, cuyo reino era el de lo inerte e inmóvil. Pero que sin embargo él estaba ahí, frente a mis ojos, moviéndose como un ser vivo.

Escudriñó los alrededores con sus ojos de un amarillo repulsivo, buscando algo.

Luego de un buen rato desistió y se marchó del lugar.

Cuando estuve seguro de que la criatura se había marchado, salí de mi escondite y corrí hacia la cabaña.

Mentiría si dijera que me sorprendió encontrar el cadáver de mi abuelo. Aun así, caí de rodillas al suelo en cuanto lo vi. Contemplé sus facciones muertas. Algo en mí se resistió, esperando que su cuerpo sin vida comenzara a moverse, desafiando su condición de materia inerte.

Entonces me golpeó la epifanía y entendí qué era lo que Mr. Walton buscaba con tanto ahínco.


Tomé el diario, un poco de ropas y dinero, y me fui de la cabaña esa misma noche. Una semana después cruzaba la cordillera en compañía de unos arrieros, abandonando las "vastas extensiones" del sur de Chile.

Para poder sobrevivir trabajaba en lo que viniera y dedicaba cada hora de ocio al estudio. Terminé de aprender a leer en mi lengua materna y tiempo después aprendí a hacerlo en inglés. Con mucha dificultad en un comienzo, reemprendí la lectura del diario de Mr. Walton y pude conocer en profundidad la tragedia de Victor Von Frankenstein.

A pesar de su desgracia, sentí fascinación por su vida y su constante sed de conocimiento. Siguiendo su ejemplo, aprendí el latín y comencé a leer a Paracelso, Alberto Magno y Cornelius Agrippa, sus maestros alquimistas.

Pero al no encontrar en esas lecturas el secreto de la vida, trasladé la búsqueda a los lugares en los que Frankenstein había realizado sus prodigios. Viajé a Europa y busqué su rastro en Ingolstadt, Ginebra y Escocia. Pero nunca encontré nada que me ayudara a resolver el misterio.

Los años pasaron casi sin que me diera cuenta de ello. Mientras buscaba el secreto de la vida afuera, la vida iba abandonando mi cuerpo a medida que envejecía.

En las Vastas Extensiones del SurWhere stories live. Discover now