Apenas terminó la tormenta, retomamos la marcha.
Fue al poco andar, cansado de avanzar a duras penas entre el fango y el frío, que perdí la paciencia. Sin aviso golpeé a Mr. Walton con un tronco, derribándolo en el acto. Me aproveché de su confusión para arrebatarle el bolso y lo apunté con la escopeta.
Mr. Walton profería improperios ininteligibles mientras intentaba recobrar la compostura. Por sus gestos, entendí que quería que le devolviera el bolso.
—¿Quieres esto, gringo? —le grité, agitando su bolso—. Dime cómo llegar a la ciudad de los Césares y te la devuelvo.
Mr. Walton me miró con extrañeza. Parecía que mis palabras carecían de todo significado para él.
—El tesoro, viejo. Dime, ¿Dónde está el tesoro?
Su expresión se volvió más extraña aún.
—¿Tesoro? —respondió—. ¿Tú buscas tesoro? —agitó sus manos en el aire con vehemencia—. Yo no busco tesoro. No haber tesoro.
Apunté el arma con decisión, lanzándole palabrotas que él, a todas luces, no entendía.
—No haber tesoro —insistió.
Como una manera de amedrentarlo, disparé un tiro al aire.
Mr. Walton se agachó, instintivamente, y comenzó a aletear sus brazos otra vez.
—Bolso para ti —me decía con gestos exagerados—. Dinero en bolso. Para ti. Sólo darme el libro.
El gringo no me iba a engañar. La ruta para llegar a la Ciudad de los Césares y sus tesoros debía estar en el libro. Lo habría asesinado a sangre fría en el acto, pero yo, que apenas sabía leer en español, de inglés no entendía palabra alguna como para leer el libro por mí mismo.
No sabía qué hacer.
Mr. Walton, aprovechando mi confusión, intentó acercarse, pero un segundo disparo al aire lo hizo retroceder de inmediato.
Pocos segundos después escuché un alarido gutural que no se parecía a nada que hubiese escuchado en mi corta vida.
El rostro de Mr. Walton se iluminó, como el de quien ha encontrado al fin algo largamente anhelado. Miraba ansioso, en todas direcciones, buscando el origen del alarido.
—¿Qué es eso? —pregunté con una mezcla de angustia y temor reverencial, al tiempo que recargaba la escopeta.
Hubo un segundo alarido más fuerte que el anterior. Lo que sea que fuera, se acercaba a nosotros.
Mr. Walton sonrió.
—Adán —dijo, respondiendo a mi pregunta, pero en ese momento no lo entendí así.
Mr. Walton echó a correr en dirección del alarido. Le grité que se detuviera, pero me ignoraba a mí y a los tiros al aire que yo disparaba.
Cada uno de mis disparos fue respondido por un alarido, cada uno más fuerte y cercano que el anterior.
A medida que Mr. Walton se alejaba, su silueta se iba difuminando en la niebla.
Por el contrario, una segunda silueta se hacía cada vez más nítida a medida que se acercaba.
Mis entrañas se apretaron ante la visión. Había en ella algo profundamente anómalo, pero yo no podía identificar qué.
En cuestión de minutos, Mr. Walton y la silueta se encontraron frente a frente. Lo que hacía que la silueta tuviese un algo anómalo se hizo evidente de golpe. El hombre que se acercaba a nosotros era imposiblemente alto. Al lado del inglés, que ya era alto, lo sobrepasaba por aproximadamente medio metro.
Mr. Walton se acercaba con los brazos en alto, el gesto instintivo de todo aquel que quiere demostrar que no es una amenaza, pero el otro hombre no lo entendió así.
Sin esfuerzo, lo alzó por el cuello y, con un simple movimiento de su mano, lo desnucó, arrojando su cadáver al suelo con total despreocupación.
Juro que nunca sentí tanto miedo en mi vida.
Eché a correr con todas mis fuerzas. Me abrí paso entre la vegetación, resbalé por quebradas, avancé con el fango hasta las rodillas, sólo con un pensamiento en mi mente: no debía detenerme. Por ningún motivo debía detenerme.
Y no lo hice.
Fueron horas y horas corriendo sin respiro, hasta que cayó la noche y me vi obligado a buscar refugio. Toda la noche esperé, temblando de frío y miedo, la aparición del gigante que acabaría con mi vida.
Pero en lugar de él, llegó el día y con este la luz y las posibilidades de que el gigante no me hubiese visto y yo estuviese fuera de peligro. Con esa esperanza, me preparé para el viaje de regreso a la cabaña de mi abuelo. Sólo entonces reparé en que toda mi huida la había hecho sin soltar las pertenencias de Mr. Walton.
Hurgueteé en sus cosas, encontrando ropas, alimentos y varios fajos de billetes extranjeros y chilenos. Pero nada de eso me importaba. Toda mi curiosidad estaba en ese volumen encuadernado en cuero y cuyas hojas resecas y amarillas contenían una historia, la del abuelo de Mr. Walton, que yo era incapaz de descifrar.
Llegué a la cabaña un par de días después. Mi estado era deplorable, cubierto de lodo de pies a cabeza.
Mi abuelo salió a recibirme sin entusiasmo. Por el contrario, en sus ojos no había más que reprobación.
—¿Mr. Walton? —preguntó.
—Murió —creo que fue la única vez que le mentí a mi abuelo—. Cayó por una ladera.
Me miró con incredulidad.
Le extendí el bolso de Mr. Walton abierto, con los fajos de billetes expuestos a simple vista. El viejo tomó el bolso con asco y acto seguido me propinó un golpe que me tumbó al suelo.
Antes de que pudiera incorporarme, arrojó el bolso, con billetes y todo, a la chimenea.
No volvimos a hablar del tema.
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En las Vastas Extensiones del Sur
Gizem / GerilimUn breve relato gótico ambientado en la Patagonia chilena.