Me quedó grabado a fuego aquella fría tarde de finales de octubre. En aquel momento las palabras no sonaron como un despecho, sino como un cóctel amargo de desilusión y fracaso. Apenas un par de horas antes, yo era feliz. Una niña ingenua, enamorada, tonta, feliz. He puesto feliz dos veces, pero así es como me sentía. Buscaba en el diccionario de sinónimos y solo salía esa palabra repetida infinitas veces: feliz, feliz, feliz. Tenía el corazón contento, lleno de alegría, como cantaba Marisol, y como ella puse rumbo a buscar a mi alma gemela: mi chico, mi marido, que a las ocho salía de su sesión de deporte en el gimnasio.
Ocho años, nueve meses y seis días juntos. A mis treinta y un años, una cuarta parte de mi vida.
No fue mi primer amor, pero sí el más intenso, el del pan y la cebolla, el que te agarra de las entrañas y te arrastra, da la vuelta por completo y vapulea las emociones. Vista, tacto, gusto, oído, olfato, noqueados, desordenados, salvajes, satisfechos. Le quise, me quería, éramos invencibles, distintos, animales, sabios contestatarios, inmortales. Cada bar, baño público, autobús, coche y hotel donde hacíamos el amor era para nosotros la suite del Palace. Éramos uno y lo éramos todo: tú, mí, me, conmigo, yo, mí, me, contigo. A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, para, por, según, sin, so, sobre, tras. Caminábamos sobre las aguas turbulentas del día, vivíamos el momento a zancadas.
Nos enamoramos, independizamos, encontramos una casa mugrienta, oscura y microscópica, los muebles prestados por amigos, el barrio horrible, el alquiler desproporcionado. Para nosotros, el Paraíso. Crecimos, maduramos, tuvimos crisis, las superamos. Y un día, porque sí, por hacer algo nuevo, por recuperar el placebo del amor y de las emociones primarias, nos casamos.
No teníamos hijos. No teníamos prisa. No teníamos horizontes. Teníamos la vida por delante. Fui lo suficientemente feliz como para recordar que una vez, en algún momento, fui feliz.
19:55 horas. De pie ante la puerta de entrada del gimnasio, sujetando una enorme piruleta con forma de corazón, y un «Te quiero» escrito sobre ella. La llegada del frío otoñal me había pillado por sorpresa. Tras media hora de espera dudé si debía entrar. Opté por no hacerlo. Quería que al salir se diera de bruces contra mí, como en un anuncio de desodorantes o una comedia inglesa con Hugh Grant haciendo de Hugh Grant.
Pero la vida es una tómbola, y cuando él apareció no lo hizo por la puerta del gimnasio. Bajaba por la calle de enfrente, a cien metros de donde me encontraba yo. Caminando junto a él estaba una mujer, pelo largo, alta. ¿Debo describirla? Se detuvieron y besaron en los labios con el dramatismo de una foto antigua. Acarició su largo cabello negro, la miró a los ojos, y retomó el camino mientras ella permanecía de pie viéndole alejarse. La mujer extendió su meñique y pulgar y los llevó a la boca y la oreja, pidiéndole que la llamara. No me vieron. Ella dio media vuelta y desanduvo el camino, perdiéndose calle arriba. Mi chico aceleró el paso con urgencia. Le noté nervioso. O quizá quien estaba nerviosa era yo. Miró su reloj y sacó el teléfono móvil. Le vi teclear. Un segundo después llegó su mensaje: «Estoy en el vestuario, voy a casa».
Distraída, extrañada por una situación que no lograba entender, abrí la mano que sujetaba la piruleta y teclee una respuesta rápida, automática: «Vale. Besos», lancé.
Al levantar la mirada vi el rojo caramelo estrellado contra la acera. Mi corazón se había roto en mil pedazos.
Avanzaba hacia mí con la cabeza gacha, concentrado en sus pensamientos. ¿Sentiría remordimientos? Seguramente no. El miedo, la perplejidad quizás, me impidieron enfrentarme a él, así que abrí la puerta del gimnasio y me escondí dentro. Tras un cristal cubierto de vaho, observé su imagen borrosa pasar de largo. Continuó hacia nuestra casa. Yo llegué unos minutos después, decidida a escucharle y oír una justificación por su parte que sonase mínimamente lógica. La culpa, el miedo, la duda, se me habían pegado al cuerpo, viscosas, punzantes como el tallo de una rosa. Pero la rabia se adelantó a todos, y en el ring de nuestro salón le arrinconé a preguntas, mientras nos jugábamos el título de nuestro amor en un combate de reproches, lágrimas y preguntas sin respuesta.
Decían en una película que las cosas que nunca se dicen son las más importantes. Aquella noche yo tuve el valor de decir las mías y responder a sus silencios y tópicos pueriles, esquivos, imbéciles. «No sé si estoy enamorado. Necesito tiempo. No volverá a pasar. No era nada». Cada argumento era un directo a mi alma que impactaba con la violencia de un yunque.
Tardamos poco menos de una hora en sentenciar ocho años de relación. Así de frágiles éramos. Así de fuertes. En aquel momento me sentí como cuando el Coyote persigue al Correcaminos, cruza el acantilado y camina en el aire hasta que se da cuenta de su absurdo. Entonces se precipita al vacío sin remedio. Yo también llevaba demasiado tiempo caminando sobre el vacío.
Pero esta no es la historia de mi ex. Ya le había dedicado una cuarta parte de mi vida. Era suficiente. Ahora me tocaba a mí. Ahora mi vida comenzaba de verdad.