HACIENDO CAJA

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Seamos realistas. Ser cajera no está bien visto. Si eres pobre la gente te dirá: «¡Ay, pobre!», y lanzarán una moneda acompañada de una mirada lastimera, confiando que su piedad te ayude a pagar la hipoteca y a salir del hoyo. Si eres punk, nadie le dará importancia. «Se le pasará», «Está en la edad», «Siempre fue un niño muy bueno», argumentarán.

Pero si eres cajera, no. Los clientes te observan, se fijan en tu cara de seta, tus pendientes, tus uñas, tu chaquetilla de lana-acrílico llena de pelotillas… lo analizan todo con tal desinterés que pareciera estuviesen viendo a través de ti. Su cerebro concluye que apretar botones es algo que pueden hacer hasta los monos de un laboratorio, que lo tuyo no tiene mérito alguno. Pues mira, yo tengo una carrera, y no en la media precisamente, que ahora que me fijo también. Y tengo sentimientos, como los monos de los laboratorios.

Ser cajera es más que un trabajo mecánico: es un trabajo psicológico. Formo parte de un minucioso laberinto de anzuelos dispuestos para pescar al cliente, para obligarle a comprar cinco, diez, quince veces más de lo que pretendía inicialmente: carritos que se desvían inocentemente hacia la estantería, la leche y el pan situados en extremos opuestos junto a unas irresistibles galletas, relucientes piezas de fruta de deslumbrantes colores que guían a los sentidos cual faro en la tempestad… y, finalmente, nosotras, las cajeras. Somos la línea de meta de ese recorrido, la cara amable que hace que la experiencia valga la pena, o el saco de boxeo contra el que descargar la insatisfacción. Somos guinda de pastel y espina de pescado.

Antes de ser cajera trabajé en todo tipo de sitios. A los dieciséis años fui relaciones públicas del bar de moda de mi barrio. Mi trabajo consistía en repartir tarjetas entre los compañeros del instituto, con ofertas 2 × 1 en bebidas o anunciando la celebración de alguna fiesta. Como trabajo, hay que admitir que era una mierda pinchada en un palo, pero a esa edad ser relaciones públicas era como ser Madonna, Shakira y Beyoncé, todas juntas. Me creía la más guay de las súper guays. Me pagaban con copas gratis o, como mucho, cinco mil pesetas por un mes de trabajo, lo cual me parecía una pasta gansa. El instituto me envidiaba, tenía una legión de groupies pidiéndome invitaciones y bebidas todo el día, y yo les respondía con evasivas y sonrisas hipócritas y falaces. Estaba en plena adolescencia y mi cuerpo y mi cabeza eran como el culo de un gremlin comiendo bocadillos en una piscina a medianoche, con millones de hormonas volando disparadas en todas direcciones, completamente fuera de control. Vivía las veinticuatro horas pendiente de mi pelo, mi peso, mis uñas, mis tetas, mi culo, de que mis vaqueros fueran los de la marca que había que llevar, de los niños de dieciocho años que era mayores y sabían cómo besar, eran guapos y no tenían granos rojos enormes llenos de pus ni eran retrasados mentales como los de clase, que solo querían emborracharse, pegar voces y reírse como hienas histéricas.

El viernes era mi gran día. Recibía a todos en la puerta de la discoteca, viendo los frutos de la agotadora semana captando adeptos al mundo del alcohol y el desparrame. Cuando entraban, me quedaba sola en la puerta hasta que alguien me llamaba para que subiese a las oficinas a ensobrar tres mil invitaciones que había que mandar por correo y luego pegarles el sello con la lengua, una a una. Subía porque consideraba que era un voto de confianza, un honor y un privilegio, y que estaba haciendo algo de provecho.

Con el tiempo me acabé dando cuenta de que lo único que estaba haciendo de verdad era perder el tiempo a manos de un empresario que me explotaba y que la única retrasada mental que había allí era yo, trabajando un viernes por la noche mientras todo el instituto bailaba y reía como hienas histéricas.

A los diecinueve encontré trabajo en una peluquería de mi barrio llamada Manoli’s. En España hay una ley no escrita según la cual todas las peluquerías deben incluir el apóstrofo al final del nombre propio. Es como llamar a tu madre por teléfono, aunque te suponga un esfuerzo y no tenga mucho sentido, es algo que debes hacer.

En el escaparate de Manoli’s un cartel solicitaba una champunier. Aquello sonaba como lo más glamuroso del planeta tierra, algo como brigadier, croupier, Cartier, Jean Paul Gautier y savoir-faire. Imaginaba un mundo de uniformes ceñidos con botones dorados, alfombras rojas, flashes de paparazzi y la torre Eiffel de fondo. Fui de cabeza a por el puesto. Yo ya me veía atendiendo a la reina de España, haciéndole una genuflexión y diciéndole: «Su Majestad, bienvenida a Manoli’s, soy su champunier. Permítame su estola de zorro albino del Congo que voy a dejarla en el guardarropía». Preguntaría a doña Sofía si quería las mechas cobrizas o miel, y los rulos de oro o de platino. Si el agua estaba muy caliente o fría para su delicada piel real. Yo no es que sea muy monárquica, pero la reina era la reina, y en esos casos los prejuicios se dejan siempre a un lado.

Por desgracia, aquel trabajo en vez de savoir-faire tenía sabor a Fairy. Concretamente al champú anticaspa que me tocaba restregar sobre las cabezas de clientas anodinas y antipáticas durante ocho horas y media, seis días a la semana, nada que ver con el entorno palaciego que había soñado. Además, todo el día en contacto con lociones, acondicionadores y tintes me machacó las manos. Tenía más durezas que un pelotari, y unas grietas que mi piel parecía el desierto de los Monegros.

En los años siguientes alterné mi carrera de Filología Inglesa con trabajos esporádicos como chica florero en varios congresos, vendedora de ropa, recepcionista, teleoperadora, profesora de inglés cubriendo suplencias en academias e institutos, y dando clases particulares a nueve euros la hora. En una de ellas tuve como alumno al jefecillo de un supermercado, quien me avisó de que necesitaban cajeras. Yo, por mi parte, necesitaba huir de la precariedad de los empleos temporales y recibir una nómina fija que me ayudase a dar el paso definitivo para irme a vivir con mi novio, el mismo que ahora se había convertido en mi ex.

Siempre lo planteé como un trabajo temporal, por eso aprovechaba cada oportunidad para acudir a entrevistas de copy en agencias de publicidad, guionista en productoras o profesora con sueldo fijo y catorce pagas, pero las pocas veces que me llamaron fue para constatar que una cajera (¡una cajera!) osaba adentrarse en el mundo de las profesiones normales y corrientes. Me sentía como una expresidiaria, soportando un estigma imborrable. Cuando el entrevistador leía mi currículum, siempre se le torcía el gesto al llegar al mismo punto. «¿Eres cajera?», disparaba a bocajarro en un tono que mezclaba sorpresa e insatisfacción. En ese instante esperaba que tirase de una palanca y se abriese una trampilla bajo mis pies que me hiciese desaparecer hacia un foso infestado de cocodrilos, o me devolviese al inframundo al que pertenecía y del que nunca debía haber salido.

¿Para qué hacerme mala sangre? ¿Para qué gastar energías? Este trabajo me permitía un sueldo razonable, buena compañía y un horario fijo. Era perfecto.

Y, nueve años después, lo sigue siendo.

Te de jo es jódete al revesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora