Ahora que no me oye nadie, diré que mi entorno laboral se parece mucho a un zoológico. A las fieras temibles, dulces animalitos, caimanes, tiburones, bestias imponentes y pájaros de mal agüero que trabajan aquí, se le suma otra fauna mucho más peligrosa e impredecible: los clientes.
Cajeras, vigilantes, pescaderos, charcuteros, panaderos, fruteros, reponedores, mantenimiento… componemos un perfecto engranaje que, a pesar de su precisión, debe resultar lo suficientemente maleable para absorber los impactos impredecibles en forma de preguntas marcianas, hurtos, salidas de tono, piropos, agobios y prisas. Somos una gigantesca máquina de pinball, un flipper —pero flipper de flipar— reaccionando de forma compenetrada a los vaivenes in extremis de una bola que rueda a su antojo y a la que continuamente debemos reconducir hacia nuestros objetivos.
He aquí una diminuta muestra de esa galería de personajes y situaciones que dan vidilla a este particular mundo del cobro:
El moneditas. Este grupo está monopolizado por los ancianos. Nunca llevan billetes ni tarjetas de crédito, por motivos que nadie ha logrado descifrar. Me consta que un científico de la universidad de Stanford también se puso a investigar sobre ello y después de once años se acabó suicidando.
Por lo general, el cliente Moneditas aparece con la compra del mes, espera a que pases todos los productos por el escáner y al final, cuando está impreso el tique, abre su monedero y empieza a sacar monedas a dos por hora con el dedito pulgar y el índice, como si estuviera enhebrando una aguja o haciendo la sombra chinesca de un conejo. Después de quince minutos ha perdido la cuenta ocho veces y te ha preguntado otras ocho si esta moneda es de cinco céntimos o de un euro. Tú miras el reloj de la pared y ves las agujas dando vueltas a toda velocidad. Notas cómo te van creciendo los pelos de las piernas, se te llena la cara de arrugas y se te van descolgando las tetas. Cuando apenas les quedan tres monedas por contar te sueltan la frase:
—Ay, pues creo que no me llega. —Naturalmente, se refiere a que no le llega el riego sanguíneo a la cabeza.
Descartan una tonelada de comida, que oportunamente dejan junto a tu caja para que vaya fermentando, y al final se quedan con un brik de leche. Esto se repite unas setecientas veces a primeros de mes.
El del móvil. El indeciso que prefiere llamar a su casa sesenta veces antes que aparecer allí con el producto equivocado.
—Amor, dice la señorita —«la señorita» soy yo—, que la oferta del pack de yogures no está a uno con noventa y cinco, que terminó ayer y hoy están a dos euros y cinco céntimos. ¿Qué hago?
Hombre, pues de entrada deja de gastar en teléfono, que te esta costando más la llamada que lo que te ahorras, cacho carne.
El raro. Hay clientes que aunque hagan cosas normales, estas no suelen ser muy normales. Me explico. Pagar un lápiz de sesenta y cinco céntimos con tarjeta de crédito, no es normal. Que lo hagas todas las semanas, menos aún. Comprar una planta y preguntar cuánto te descontamos si quitas la maceta, y, aunque te diga que no te descuento nada, la quitas y me llenas aquello de tierra, tampoco. O comprarte una manzana, pagar, e inmediatamente pedir que anulen la compra y regresar con una sandía. O, el raro y encima tacaño, que se lleva treinta briks de leche de la marca más cara (amén de una lujosa compra) y, aparte, mete dos briks de la más barata, cutre y de oferta, para endosársela a la asistenta —porque te dan explicaciones, como justificándose—. A mí esto último me pone de mala leche, la verdad. Y mira, hasta puede que el origen de la expresión vaya por ahí.
Podría llenar dos libros solo de ejemplos que se repiten a diario y que muchos compradores repiten de forma sistemática. Es lo que yo decía, son cosas normales, pero tampoco muy normales. O sea, raras.