Perdóname, pero no. Cuando no tienes un amor que te cuide, y el dinero escasea, como me estaba sucediendo en aquel aciago momento de mi vida, ¿de qué servía tener salud? Yo necesitaba desahogarme, gritar, llorar, reír a carcajadas si era necesario, aunque no encontraba ni un miserable motivo que lo justificase. Solo había una cosa en la vida que pudiera obrar el milagro de poner orden en aquella debacle emocional, por encima de la salud, el dinero, y, por supuesto, el amor: las amigas.
Las mías eran Simona y Yolanda. Una el agua, la otra el aceite. La primera, camarera sin estudios superiores, madre soltera de una niña de cinco años; la otra, escritora de libros de viaje, lectora compulsiva, provenía de una familia de clase alta.
Yolanda se tomaba su profesión literaria con una vocación innata. Para elaborar sus libros se había enfundado un burka con cuarenta y cinco grados de sol en Afganistán, sobrevivido a monzones y a sequías, recorrido medio mundo en todos los cacharros posibles, comido serpientes, saltamontes, hormigas, alacranes, hamburguesas aceitosas de tres palmos y manjares de cuento de hadas. Tan pronto visitaba una playa de postal como el sitio más infecto y miserable. Todos le resultaban igual de atractivos, y en todos veía un reto y una oportunidad de seguir aprendiendo y viviendo aventuras. Yoli era una superviviente.
Amaba el cine tanto como su profesión. Su visión global del mundo le permitía admirar cada película dentro de un contexto histórico-creativo que a nosotras se nos escapaba por completo. Yolanda trataba de inculcarnos la maestría y belleza de la nouvelle vague francesa, el humor del cine mudo norteamericano de principios del siglo XX, el desgarrador neorrealismo italiano, la vibrante comedia musical y, coronando la cima del Olimpo de Morfeo, el sublime y poético cine japonés. Este último, un tostón de la madre que lo parió, donde todas las películas trataban sobre el mismo tema: campesinos con kimono y una peluca muy cutre con coleta, que decían cosas sin ningún sentido. Después de una hora en silencio, de pronto uno soltaba: «¡¡¡Uuuuuuzaaaaaaa!!!». Luego nadie decía ni una sola palabra, todos se saludaban, cargaban en la espalda cestas de mimbre llenas de arroz o de algo y se producía un nuevo silencio como de media hora o así. Entonces llegaba otro japonés vestido exactamente igual, con la misma cara que el de antes, y gritaba: «¡¡¡Hoooooo suuuuuuu!!!», que los subtítulos traducían con un «Adiós, querido hermano, la tórtola vuela hacia Yuki cargando tu pensamiento como el sol cobija a la higuera». O el de los subtítulos estaba hasta arriba de pastillas o era un cachondo mental.
Así las cuatro horas que duraba aquel suplicio. Yoli observaba feliz, con el corazón en un puño y los ojos al borde del llanto, mientras Simona roncaba como un gorrino, con la boca abierta y un hilo de baba, y yo daba cabezazos contra mi pecho, en una lucha perdida entre la consciencia y la muerte por aburrimiento.
Simona en realidad se llamaba Cecilia. Simona era un apodo que le habíamos puesto las amigas, con el que llevaba toda la vida y al que ya se había acostumbrado. Solo sus padres la llamaban Cecilia. Es más, seguramente ni ellos. Simona no poseía un vasto conocimiento enciclopédico del mundo, ni veía películas de Woody Allen, porque a ella «el enano medio tartaja ese de gafas» le parecía insufrible y la ponía de los nervios. Sus intereses literarios iban en la línea del ¡Hola!, Vogue, Elle y esas revistas de cotilleos cuyo monotema solían ser los reportajes basados en destacar los defectos de los famosos a base de ampliar una foto: ora la celulitis, ora el moco colgando de una.
A pesar de tener personalidades tan opuestas, Simona, Yolanda y yo nos conocíamos hacía tanto tiempo que teníamos un lenguaje común lleno de muletillas, tics, frases hechas y miradas que hacía que nos descojonásemos vivas, que la gente nos mirase y pensase que estábamos medio locas. Pues seguramente algo de razón tenían, no te digo yo que no. Éramos uña y carne, inseparables. Si había que pedir el día libre en el trabajo, lo pedíamos. Si había que anular las vacaciones porque una tenía un problema, las anulábamos. Si una decía «Ven», las otras dos lo dejábamos todo.