24. Cold water bucket

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Entre chiste y chiste, acabé contrayendo el sueño en el sofá de Iván. Un sueño profundo, ajeno a cualquier ruido o a cualquier temor de ser objeto de burla de mis amigos durante mi momento de mayor vulnerabilidad. Soñé, sí que lo hice. Pero fue una especie de sueño que intentó recapitular un recuerdo que había quedado hundido en el abismo de mi memoria. Mi subconsciente se encargó de decirme "hey, no lo olvides"... Y no lo he hecho.

Era mi sexto verano y el séptimo para John. Habían pasado pocos meses desde que aprendí a andar en bici sin ruedas entrenadoras, y no había nada que me enorgulleciera más que eso. Era habitual para mi salir cada día a andar en aquel transporte lila con banderines a cada lado del manubrio y una campana que traía enfermos a cada vecino de mi cuadra. Solía alardear con mis compañeritas de la escuela, creyéndome mayor solo porque tenía dos ruedas menos que ellas. 

Una tarde de esas, con un sol que me quemaba los hombros, salí junto a mi inseparable amiguito John a dar unas vueltas. Uno de los mejores momentos de cuando éramos niños (creo que el de la mayoría que lee esto también) era cuando daban las cuatro de la tarde, y entonces sabíamos que era hora de una cita con el mejor postre de la vida: el helado. El hombre que las vendía, con su emblemático gorro blanco y su bicicleta grisácea, brindaba un espectáculo musical que para cualquiera se traduciría como una simple campanilla, pero para nosotros de niños era mejor que cualquier orquesta internacional. En medio de toda aquella horda infantil, logramos sacar dos helados de chocolate, y nos sentamos en uno de los bordes de la calle para poder disfrutarlos. Los demás niños compraban y cada vez llegaban más y más, hasta que un comunicado proveniente de la boca del heladero, dejó con cara triste a más de un niño:

─Ya no hay helado, lo siento. Mañana habrá más.

No me importó mucho. Mi regla de vida de infante era que mientras yo y mi amiguito tuviéramos lo que quisiéramos, los demás no importaban. Pero el problema llegó cuando uno de los amigos de John, de un año más grande que él, llegó a saludarlo. Yo no le caía muy bien, porque era niña y demasiado pequeña, pero jamás se metió conmigo hasta aquel día.

─John, ¿cómo estás?

─Bien Carl. ¿Y tú? ─respondió John dándole un estrechón de manos.

─Bien. Oye, veo que consiguieron helados.

─Sí. ¿Tú no?

─No. Acabo de llegar. 

─Es una lástima ─respondió mi amigo sin demasiado interés, disfrutando de su postre.

─Sí, oye, ¿por qué no le dices a Amy que me de su helado?

John me miró.

─¿Por qué debería hacerlo?

─¿No te da rabia que los niños pequeños siempre se lleven todo el helado?

─Bueno, a veces, pero...

─Vamos John, quiero el helado de Amy.

Se adelantó para quitarme el helado pero John lo detuvo.

─Déjala, es suyo.

─¡Es una niña John! ¡No te juntes con ella! Todos los niños se burlan de ti.

─No es cierto.

─Claro que lo hacen. Se ríen de ti porque te gusta una niña.

─¡Iugh! ¡Eso no es cierto, no me gusta Amy!

─Claro que sí. Es tu novia.

─¡No es cierto! 

─Demuestra que no lo es. Quítale su helado.

Los ojos de John me miraron un tanto furiosos, otro tanto apenados, pero aún así no apaciguaban su único objetivo. El cono de helado derritiéndose en mi mano pegajosa se me fue arrebatado al igual que mi llanto de niña pequeña, que no discriminó el lugar ni la presencia de nadie para ser totalmente estruendoso. Mi amigo estaba decidido a darle el helado a su impaciente amigo, pero hubo algo... una sombra en su rostro que lo llevó a no hacerlo. Froté mis ojos con ambas manos, intentando apartar la humedad de mi campo de visión, y pude verlo allí; con la mano extendida, semblante enternecido y una sonrisa leve en el rostro. Sonreí y tomé nuevamente mi cono amén de las protestas del amigo de John.

Two Ways [John Lennon/Paul McCartney] EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora