Vuelo blanco.

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Vuelo blanco

El piloto era un chaval joven, rubio, de seductora sonrisa. Me había acogido con mucha afabilidad, se diría que me conocía de toda la vida.

“Aprovechando que no hay copiloto”, me dijo, “puedes viajar aquí, a mi lado”. Me había estado instruyendo en el manejo de aquel avión de pasajeros, de línea regular a pesar de su pequeño tamaño, que más parecía un jet particular que un avión comercial.

Cuando aprendí a llevar el aparato por el carril de aceleración tuvimos que volver para recoger el pasaje y, antes, hacerle los reglajes de última hora a la máquina. Era un avión muy velero, de color blanco, que llevaba sólo dos filas de un asiento cada una, separadas por un pasillo de un metro de ancho, y una sola azafata para atenderlos. No comprendía porqué a mí se me distinguía con semejante atención, pero lo achaqué a que la línea era nueva y el personal muy afable.

“Tengo que hacer en la ciudad, no obstante”, le dije al capitán. “Volveré para el vuelo”.

“No olvides que salimos dentro de dos horas, exactamente”, me recordó mi nuevo amigo.

Salí del aeropuerto, y llegué pronto al centro de la ciudad. Era una ciudad antigua, que tenía el aeropuerto dentro de sus límites, cerca del centro, como le sucede a algunas capitales europeas, como Varsovia. La ciudad había crecido tanto que había rodeado al aeropuerto al menos por tres lados.

Anduve por la ciudad, y realicé los recados y gestiones que necesitaba en media hora. Luego me distraje viendo el paisaje urbano y humano de aquella ciudad. Consulté el reloj y decidí que ya era la hora de volver. Pero no sabía dónde me encontraba. Sin preocuparme demasiado, porque aún faltaba una hora y media, pregunté al único viandante que encontré por el camino al aeropuerto. “Está justo detrás de esta hilera de casas”, me dijo. “Pero ante la duda, puede usted coger un taxi”. Deseché la idea por disparatada, y además por un mínimo de respeto a mí mismo: encontraría el lugar por mí cuenta. Vi que el extremo sur de la calle donde yo estaba lo cruzaba una amplia avenida, que podía yo alcanzar en apenas unos minutos, doblar la esquina y volver hasta donde yo estaba, por el otro lado de las casas que me apartaban de mi destino, y estar allí en menos de quince minutos.

Lo malo es que al llegar al extremo sur de la calle, vi, con horror, que la avenida estaba en realidad al otro lado de una autopista veloz que estaba cuatro metros por debajo del suelo de mi calle, que terminaba de modo abrupto, sin barrera de contención, ni avisos de calle sin salida. Llegué al extremo, y miré hacia abajo: no podría nunca doblar la esquina, porque no había ni acera ni calle. Preocupado, miré a mi izquierda, y no estaba tampoco la calle: los baches, progresivamente más hondos, habían concluido en un socavón que cruzaba la calle de lado a lado. Abajo, la autopista mencionada. Al intentar volver sobre mis pasos, constaté algo que no había visto al llegar inmerso en mis propios pensamientos: la acera estaba recortada, le faltaban baldosas, y debajo de ellas había el vacío de los socavones paralelos a la acera. Conscientemente me sería difícil retroceder, debido a mi vértigo. Y allí me quedé, esperando como un idiota a que alguien me socorriera.

Dos horas y media después oí como mi avión despegaba, sin mí. Mi amigo el piloto se había cansado de esperar.

“¿Llegarían los bomberos antes del anochecer?”, me dije consternado.

Pero al cabo recordé lo que me había dicho aquel ángel aquella noche que le invité a cenar: ¡Estás perdido! Pero puedes rehacerte, madurar, alzar el vuelo por ti mismo, pues nadie te va a sacar de tu agujero.

Y poco a poco fui encontrando fuerzas, y virtud de la necesidad, y poco a poco construí y hallé seguridad y confianza en mí. Y noté un escozor en la espalda. Noté un bulto que crecía en mi espalda,  poco a poco se me hicieron presentes las alas que el ángel había visto en mí aquella noche, dos alas que alcanzaban dos veces mi altura, y tres alturas de envergadura. Y de modo instintivo las desplegué, y en un batir de alas me proyecté hacia arriba. Arriba, arriba me icé. Y al poco tiempo mi trayectoria cenital se cruzó con la trayectoria horizontal del avión que tenía que haber cogido. Y mi amigo el piloto me hizo una señal con la luz de aterrizaje, y yo le saludé con la mano. Y él me saludó con la suya y una amplia sonrisa, de esas que llegan de oreja a oreja y que expresa aprobación.

“¡Adiós, maestro!”, le saludé en homenaje. Me alegré de que aquel ángel por fin me hubiera enseñado a volar.

Sentido homenaje a Antonio Capel Riera, 
que me habló de aviones, 
y a P. M. Gallego, 
mi ángel de la guarda.

Espinardo, Murcia, 
a once de agosto de 2011, 01:42.

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