cinco.

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III. Red

La sonrisa se quitó del rostro de Aristóteles, pues al sentir la mirada fulminante de su padre tuvo que soltar la mano del Castaño.

—Bueno, hasta luego—. Se despidió el muchacho de todos ellos no sin antes mirar los ojos del muchacho de sudadera azul por última vez y se retiró seguido de su padre.

    Estaba acostado en la cama contando las estrellas en el techo de su habitación, tratando de descifrar porque los ojos de Cuauhtémoc seguían en su mente, porque el color azul ahora le parecía gustar y porque su tacto se sintió tan agradable.

Inconscientemente acaricio la palma de su mano con la que tomó al chico, nunca nada se había sentido tan cálido como ese roce.

Esa noche se quedó dormido pensando en lo confortable que sería sentir esa sensación por todo su cuerpo en un abrazo.

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