Parte 5: LA BESTIA EN EL SÓTANO

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El ascensor chirriaba mientras descendía hacia las entrañas del centro de salud. Habían dejado atrás el ala de recepción de enfermos mentales, adonde iban los suicidas y los psicóticos en pleno brote antes de ser devueltos a sus hogares con una batería de bastillas con las que poder colocarse.

Los dos hombres eran los únicos ocupantes del montacargas. El más joven era un chico espigado, con gafas redondas que le daban un cierto aire a John Lennon, con el recio pelo rubio peinado de manera sobria, más bien anticuada. La bata revoloteaba a su alrededor cada vez que hacía un movimiento, y le quedaba ridículamente grande debido a su extrema delgadez. La camisa a cuadros asomaba tras el impoluto blanco de la prenda. En la mano portaba un tablero en el que, cogido con una pinza, llevaba una serie de documentos. Comprobó que la tarjeta con su identificación y los pases que le permitían acceder a los distintos niveles de la institución seguían prendidos en la solapa, y también le echó una disimulada mirada de soslayo a su acompañante.

El otro hombre era mucho más mayor, un anciano, prácticamente. Bajito y encorvado, de cuerpo rechoncho, tenía las manos dentro de los bolsillos de su bata, que no cesaban de agitarse, pues era incapaz de dejar los dedos quietos. Los ojos, de un azul acerado que podían intimidar como cuchillos o ser tan cálidos como una hoguera, mostraban unas profundas bolsas que le daban el aspecto de macabras cicatrices. Los labios eran finos, diríase que inexistentes. También vestía una bata blanca, pero esta le quedaba muy apretada por la gibosa espalda y los hombros.

—No le mire a los ojos —le dijo, de repente, el hombre mayor—. Y no espere respuesta a sus preguntas.

—¿Por qué?

—No habla. Lleva más de veinte años sin pronunciar una palabra, y no lo hará —aseguró.

El otro se encogió de hombros.

—Me temo que es una cuestión de enfoque —replicó el joven—. Estoy seguro de que, con los avances que ha habido en el campo de la psiquiatría y la neurología en estas dos décadas, nos podremos acercar a su psique y poder comprenderle mejor. Y lograr que se haga entender.

El hombre rechoncho bufó, y su ancha espalda se agitó bajo la tela de la bata de médico.

—¿Acaso cree que no lo he probado todo ya?

—Mire, doctor Sainz —suspiró el más joven, recolocándose las gafas—. Hay cosas que, desde mi experiencia, se pueden abordar. El hecho de que no se hayan obtenido resultados no quiere decir más que se han estado empleando enfoques inadecuados. Hay que cambiarlos. Todos. Sobre todo esos ridículos protocolos de seguridad.

—Doctor Bernal, eso se escapa a cualquier comprensión que pueda tener de la mente humana.

El aludido se rio.

—Es el mal puro, ¿verdad, doctor? —bromeó.

Sainz asintió en silencio.

—Por completo —sentenció, oscureciendo la mirada.

Bernal sonrió.

—Eso suena a película de terror mala de los ochenta, no a ciencia. Y nosotros hacemos ciencia, doctor —replicó.

Sainz levantó la vista. Sus cerúleos ojos taladraron al otro como brocas de hielo.

—¿Alguna vez lo ha visto? ¿A cuántos psicópatas se ha enfrentado usted?

El joven psiquiatra no se dignó ni a mirarlo. Se concentró en su reflejo sobre la pulida superficie de la puerta del ascensor, tan desgastada que le devolvía una imagen algo borrosa de sí mismo, pero lo suficientemente nítida como para permitirle poder fijarse en la pequeña arruga que le formaba la camisa a cuadros al sumergirse en el pantalón, y que procedió a estirarse de inmediato.

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