Prólogo.

681 76 14
                                    

Fue en el amanecer de un doce de agosto.

Cuando la tenue luz del sol comenzaba a colarse por la ventana, cuando el calor de la mañana dio color a los jardines y poco después de que las aves iniciaran su canto. Fue entre estos momentos y un par de mantas blancas, que la reina dio a luz a su pequeño.

Un niño sano, de aspecto delicado, con la piel clara y cabello dorado, de manos inquietas y pies que pateaban a todo el que lo sostenía en brazos.

Aslan Jade Callenreese fue como decidieron llamarlo, el segundo hijo de la familia real.

Fue mimado con el mejor cuidado posible, obteniendo la mejor educación que se le podía ofrecer, se le lleno hasta el hartazgo de las vistas más hermosas que el castillo podía captar, creció corriendo entre campos de flores con aromas dulces y colores brillantes, paso su niñez siendo cuidado por las personas con los rostros más bellos de todo el reino. Solo cosas agradables podían presentarse ante los dulces ojos del joven príncipe, no importaba los limites ridículos a los que esto podía llegar, se había vuelto un mandato real, una forma en la que el rey buscaba disculparse de algo nunca dicho.

Con eso establecido, el pequeño, aunque no intencionalmente, creció pensando que aquellas cosas que eran hermosas a la vista eran las únicas que podían merecer algún tipo de respeto por su parte. Floreciendo en él también una increíble belleza, le fue fácil llegar a la errada conclusión de que no había nada más importante que el exterior en las personas.

Fue una noche de frio invierno cuando se decidió que su visión debía cambiar.

Había poco movimiento dentro del palacio, la mayoría de sirvientes se preparaban para retirarse a descansar mientras el resto terminaba sus labores del día.

El joven príncipe se había decantado por sentarse esa noche frente a la chimenea, con uno de los últimos libros que su mentor le había pedido leer. Pasaba hoja tras hoja de manera lenta, sus ojos bailaban entre los párrafos sin realmente prestar atención a lo que leía. Podía decirse que estaba incluso más consciente de como sus gafas se resbalaban por el puente de su nariz que del mismo libro.

Cuando sus gafas de montura dorada rozaron la punta de su nariz, alguien llamó a la puerta.

Un par de golpes, fuertes, resonaron hasta sus oídos.

Levantó la vista, pero no se levantó. Esperaba que algún sirviente fuese a ver de quien se trataba, pero por más que espero, no escucho a nadie abrir la puerta. En cambio, escucho más golpes.

Ningún sirviente parecía notar ese sonido, estaba seguro de que había uno o dos que seguían dando vueltas por la entrada principal. Pero no entendía porque ninguno hacía nada.

De no ser porque los golpes se volvían cada vez más insistentes habría pensado que era una alucinación suya producto de su cabeza cansada. No podía ignorarlo aunque quisiera.

Con lentitud se acercó a la puerta, preparándose mentalmente para recibir a quien fuese el loco que va a tocar a esas horas.

No pudo disimular el disgusto en su rostro cuando se encuentra un anciano harapiento al abrir las puertas.

"Buenas noches." Comenzó con cortesía. "Perdóneme por irrumpir en su morada a estas horas inhumanas, pero me veo en la imperiosa necesidad de pedir su compasión."

El joven, sin dar crédito a lo que escuchaba, se permitió sonreír burlonamente, sin interrumpir en ningún momento al anciano.

"Por favor, déjeme quedarme aquí a pasar la noche. No tengo refugio y no seré capaz de soportar el frío que aqueja esta temporada." Pidió con amabilidad, moviéndose un poco, como si buscara algo dentro de la gran capa negra que lo cubría.

"Tienes mucho valor para pedirme algo así." Respondió casi de inmediato, sin alejar la sonrisa de su rostro. "Pero si aceptara, ¿que obtendría a cambio?"

"Todo lo que tengo es esta rosa", respondió lentamente, abriendo los pliegues de su túnica para mostrar una hermosa rosa de color rojo oscuro, con sus pétalos abiertos y las espinas sin cortar. El anciano sonreía, quizá buscando de alguna manera apiadar el corazón del joven frente a él. "Una rosa tan hermosa como usted, ¿no lo cree?"

"Hermosa." Respondió, sonriendo incluso más, no lo tomaba enserio. "Tan hermosa como los cientos de rosas que florecen en mi jardín." No podía tomárselo enserio. "Me temo que no puedo aceptarlo. No me queda más que la penosa necesidad de pedirle que se retire, seguro encontrará algún lugar donde pasar la noche."

Era incapaz. No podía extender su amabilidad a alguien que se veía así, no podía arriesgarse a que entrara y se robara todo lo que pudiese cargar en su túnica. No podía dejar que ese anciano decrépito entrara donde no le correspondía.

No espero a recibir alguna apelación por parte del hombre antes de cerrar nuevamente las puertas para volver a su aburrida lectura.

Estando solo el anciano dejó caer la rosa al suelo sin muchos miramientos.

Suspiro con suavidad, no quería llegar a ese extremo, pero era dolorosamente obvio. El joven estaba completamente cegado, su visión del mundo estaba torcida. No podía dejar que alguien así tomara el rumbo del reino. No podía dejar que siguiera viviendo con un corazón tan vacío.

Se acercó otra vez a la puerta, volviendo a tocar con fuerza. Le dio una última mirada al palacio antes de desaparecer su disfraz por completo.

El joven volvió a abrir la puerta al tercer toque, con una expresión clara de enojo que se difuminó un poco al ver que el anciano era ahora un elegante hombre en traje blanco.

"No todo lo que brilla es oro, mi dulce príncipe" comenzó con ojos cansados el hombre de traje, no dejó que el príncipe mediara palabra esta vez. "No me gustaría tener que hacer esto. Pero eres incapaz de entenderlo; si continúas guiándote solo por lo que tus ojos pueden ver, terminarás sumergiéndote a ti y a tu reino en la miseria absoluta."

El hombre de blanco habló con firmeza, mirando con tristeza como las expresiones del joven se tornaban problemáticas.

"Espero que puedas perdonarme algún día."

Something hidden in his eyes [Banana Fish]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora