Las guerras considerables que Luis XIV tuvo que sostener durante su reinado,
agotando las finanzas del Estado y las facultades del pueblo, descubrieron sin
embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de esas sanguijuelas
siempre al acecho de las calamidades públicas que provocan en lugar de
apaciguar, y eso para poder aprovecharse de ellas con may ores beneficios. El
final de ese reinado, tan sublime por otra parte, es tal vez una de las épocas del
imperio francés en la que se vio un may or número de estas fortunas oscuras que
solo resplandecen con un lujo y unos desenfrenos tan sordos como ellas. Era
hacia el final de ese reinado y poco antes de que el Regente intentara, mediante
aquel famoso tribunal conocido bajo el nombre de Cámara de Justicia, restituir la
fuerza a esa multitud de tratantes, cuando cuatro de ellos imaginaron la singular
orgía que nos disponemos a narrar.
Sería erróneo imaginar que solo la plebe se había ocupado de esta exacción;
estaba encabezada por grandísimos señores. El duque de Blangis y su hermano el
obispo de ***, quienes habían conseguido con ella unas fortunas inmensas, son
pruebas incontestables de que la nobleza descuidaba tan poco como los demás los
medios de enriquecerse por ese camino. Estos dos ilustres personajes,
íntimamente unidos tanto en placeres como en negocios con el famoso Durcet y
el presidente de Curval, fueron los primeros en imaginar la orgía cuya historia
escribimos y, después de comunicarla a sus dos amigos, los cuatro formaron el
elenco de actores de los famosos desenfrenos.
Desde hacía más de seis años estos cuatro libertinos, a los que unía una
equivalencia de riquezas y de gustos, habían pensado reforzar sus vínculos
mediante unas alianzas en las que el libertinaje jugaba un papel mucho mayor
que los restantes motivos que sustentan normalmente tales vínculos; y he aquí
cuáles habían sido sus disposiciones:
El duque de Blangis, viudo de tres esposas, de una de las cuales le quedaban
dos hijas, después de descubrir que el presidente de Curval sentía un cierto deseo
de contraer matrimonio con la hija may or, pese a las familiaridades que sabía
muy bien que su padre se había permitido con ella, el duque, digo, imaginó de
repente esta triple alianza. « Queréis a Julie por esposa» , le dijo a Curval; « os la
entrego sin vacilar y solo pongo una condición: que no seréis celoso, que ella.seguirá teniendo conmigo, aunque sea vuestra mujer, las mismas complacencias
que siempre ha tenido, y, además, que os uniréis a mí para convencer a nuestro
común amigo Durcet de darme su hija Constance, por la que os confieso que he
concebido casi los mismos sentimientos que vos habéis concebido por Julie» .
« Pero» , dijo Curval, « vos no ignoráis sin duda que Durcet, tan libertino como
vos…» « Sé todo lo que se puede saber» , prosiguió el duque. « ¿Acaso a nuestra
edad, y con nuestra manera de pensar, cosas así detienen? ¿Creéis que quiero una
mujer para convertirla en mi querida? La quiero para servir mis caprichos, para
velar, para cubrir una infinidad de pequeños desenfrenos secretos que el manto
del himeneo oculta a las mil maravillas. En una palabra, la quiero como vos
queréis a mi hija: ¿creéis que ignoro vuestro objetivo y vuestros deseos?
Nosotros, los libertinos, tomamos a las mujeres para hacerlas nuestras esclavas;
su condición de esposas las hace más sumisas que las queridas, y vos sabéis el
valor del despotismo en los placeres que saboreamos» .
En esto entró Durcet. Los dos amigos le pusieron al corriente de su
conversación, y el tratante, encantado por la ocasión que se le ofrecía de
confesar los sentimientos que él había igualmente concebido por Adélaïde, hija
del presidente, aceptó al duque por yerno a condición de serlo él de Curval. Los
tres matrimonios no tardaron en concertarse, las dotes fueron inmensas y las
cláusulas iguales. El presidente, tan culpable como sus dos amigos, había
confesado, sin molestar a Durcet, su pequeño trato secreto con su propia hija, con
lo que los tres padres, queriendo cada uno de ellos conservar sus derechos,
convinieron, para ampliarlos aún más, que las tres jóvenes, únicamente unidas de
bienes y de nombre a su esposo, en lo relativo al cuerpo no pertenecerían más a
cualquiera de los tres que a los demás, y de igual manera a cada uno de ellos, so
pena de los castigos más severos si se atrevían a transgredir alguna de las
cláusulas a las que se les sometía.
Estaban en vísperas de concertarlo cuando el obispo de ***, ya unido por el
placer con los dos amigos de su hermano, propuso introducir una cuarta persona
en la alianza, a cambio de que le dejaran participar en las tres restantes. Esta
persona, la segunda hija del duque y por consiguiente su sobrina, le pertenecía
mucho más de lo que se suponía. Había tenido relaciones con su cuñada, y los
dos hermanos sabían sin lugar a dudas que la existencia de esa joven, que se
llamaba Aline, se debía con mucha may or seguridad al obispo que al duque: el
obispo que, desde la cuna, se había encargado de velar por Aline, no la había
visto llegar, como es fácil suponer, a la edad de los encantos sin querer disfrutar
de ellos. Así que en ese punto estaba a la par que sus colegas, y la mercancía que
proponía en el trato tenía el mismo grado de deterioro o de degradación; pero
como sus atractivos y su tierna juventud la destacaban incluso sobre sus tres
compañeras, nadie vaciló en aceptar el acuerdo. El obispo, como los otros tres,
cedió manteniendo sus derechos, y cada uno de nuestros cuatro personajes así. unidos se encontró, pues, marido de cuatro mujeres.
Se dedujo, pues, de este arreglo, que conviene resumir para la comodidad del
lector: que el duque, padre de Julie, fue el esposo de Constance, hija de Durcet;
que Durcet, padre de Constance, fue el esposo de Adélaïde, hija del presidente;
que el presidente, padre de Adélaïde, fue el esposo de Julie, hija mayor del
duque; y que el obispo, tío y padre de Aline, fue el esposo de las otras tres
cediendo a Aline a sus amigos, con los derechos que seguía reservándose sobre
ella.
Fueron a una soberbia propiedad del duque, situada en el Borbonesado, a
celebrar las felices nupcias, y dejo imaginar a los lectores las orgías que allí se
hicieron. La necesidad de describir otras nos quita el placer que sentiríamos en
describir estas. A su vuelta, la asociación de nuestros cuatro amigos se hizo aún
más estable, y como es importante que les conozcamos bien, un pequeño detalle
de sus combinaciones lúbricas servirá, según creo, para iluminar los caracteres
de esos libertinos, en espera de que les retomemos a cada uno de ellos por
separado para desarrollarlos aún mejor.
La sociedad había hecho una bolsa común que administraba sucesivamente
cada uno de sus miembros durante seis meses; pero los fondos de esta bolsa, que
solo debía servir para los placeres, eran inmensos. Su excesiva fortuna les
permitía unas cosas muy singulares, y el lector no debe sorprenderse cuando se
le diga que había dos millones por año destinados a los únicos placeres de la
buena mesa y de la lubricidad.
Cuatro famosas alcahuetas para las mujeres e idéntico número de Mercurios
para los hombres no tenían otra ocupación que buscarles, tanto en la capital como
en las provincias, todo lo que, en uno y otro género, podía satisfacer mejor su
sensualidad. Celebraban juntos regularmente cuatro cenas por semana en cuatro
diferentes casas de campo situadas en los cuatro diferentes extremos de París. En
la primera de estas cenas, destinada únicamente a los placeres de la sodomía,
solo se admitían hombres. Allí se veía regularmente a 16 jóvenes de veinte a
treinta años cuyas inmensas facultades hacían saborear a nuestros cuatro héroes,
en calidad de mujeres, los placeres más sensuales. Eran elegidos por la
dimensión de su miembro, y era casi requisito necesario que este soberbio
miembro fuera de tal magnificencia que jamás hubiera podido penetrar en
mujer alguna. Era una cláusula esencial, y como no ahorraban ningún gasto, rara
vez dejaba de cumplirse. Pero para saborear a la vez todos los placeres, sumaban
a los 16 maridos un número idéntico de muchachos mucho más jóvenes y que
debían representar el papel de mujeres. Estos se elegían desde la edad de doce
años hasta la de dieciocho, y era preciso, para ser admitido, una lozanía, unas
facciones, un donaire, un porte, una inocencia, un candor muy superiores a todo
lo que nuestros pinceles podrían pintar. Ninguna mujer podía ser recibida en estas
orgías masculinas en las que se practicaba lo más lujurioso de todo lo que.
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120 jornadas de sodoma
RandomNo es mía pero la subo para las personas las cuales se les dificulta leerla