respondía a ello que estas ideas solo eran relativas, que el más fuerte consideraba
siempre muy justo lo que el más débil veía como injusto, y que si se les mudara
a ambos de lugar, ambos al mismo tiempo cambiarían también de manera de
pensar; de ahí concluía que solo era realmente justo lo que daba placer e injusto
lo que daba pesar; que en el instante en que él robaba 100 luises del bolsillo de un
hombre, hacía algo muy justo para él, aunque el hombre robado tuviera que
verlo con otros ojos; que al ser todas estas ideas solo arbitrarias, muy loco sería el
que se dejara encadenar por ellas. Mediante razonamientos de este tipo el duque
legitimaba todos sus desafueros, y como le sobraba el ingenio, sus argumentos
parecían decisivos. Adecuando, pues, su comportamiento a su filosofía, el duque,
desde su más tierna juventud, se había abandonado sin freno a los extravíos más
vergonzosos y más extraordinarios. Su padre, fallecido joven, y dejándole
heredero, como ya he dicho, de una fortuna inmensa, había puesto, sin embargo,
la cláusula de que el joven dejaría disfrutar a su madre, durante toda su vida, de
una gran parte de esta fortuna. Tal condición no tardó en disgustar a Blangis y, no
viendo el malvado más que el veneno para impedirle cumplirla, se decidió
inmediatamente a utilizarlo. Pero el bribón, principiante por aquel entonces en la
carrera del vicio, no se atrevió a actuar por sí mismo: obligó a una de sus
hermanas, con la que vivía en relación criminal, a asumir la ejecución, dándole a
entender que, si lo conseguía, le haría disfrutar una parte de la fortuna que esta
muerte pondría en sus manos. Pero la joven se horrorizó de esta acción, y el
duque, viendo que un secreto mal confiado sería tal vez traicionado, se decidió al
instante a juntar con su víctima a la que él había querido hacer su cómplice. Las
llevó a una de sus tierras, de donde las dos infortunadas no regresaron jamás.
Nada alienta tanto como un primer crimen impune. Después de esta prueba, el
duque rompió todos los frenos. Tan pronto como algún ser oponía a sus deseos la
más ligera cortapisa, utilizaba de inmediato el veneno. De los asesinatos por
necesidad, no tardó en pasar a los asesinatos por voluptuosidad: concibió el
desdichado extravío que nos hace encontrar placeres en los males ajenos; sintió
que una conmoción violenta impuesta a un adversario proporciona al conjunto de
nuestros nervios una vibración cuy o efecto, irritando los espíritus bestiales que
fluy en por la concavidad de dichos nervios, les obliga a presionar los nervios
erectores, y a producir, tras esta sacudida, lo que se llama una sensación lúbrica.
En consecuencia, empezó a cometer robos y asesinatos, por un único principio de
vicio y de libertinaje, de igual manera que otro, para inflamar estas mismas
pasiones, se contenta con ir de putas. A los veintitrés años participó con tres de sus
compañeros de vicio, a los que había inculcado su filosofía, en el asalto de una
diligencia pública en el camino real, violando tanto a hombres como a mujeres,
asesinándolos después, apoderándose de un dinero que seguramente no
necesitaban, y encontrándose los tres la misma noche en el baile de la Opera a
fin de probar la coartada. Este crimen se produjo: dos damiselas encantadoras. fueron violadas y asesinadas en brazos de su madre; y a eso juntó una infinidad
de otros horrores, sin que nadie se atreviera a sospechar de él. Cansado de una
esposa encantadora que su padre le había dado antes de morir, el joven Blangis
no tardó en reuniría con los manes de su madre, de su hermana y de todas sus
demás víctimas, y eso para casarse con una muchacha bastante rica, pero
públicamente deshonrada y de la que sabía muy bien que era la querida de su
hermano. Era la madre de Aline, una de las actrices de nuestra novela y de la
que hemos hablado anteriormente. Esta segunda esposa, pronto sacrificada como
la primera, fue sustituida por una tercera, que no tardó en correr la suerte de la
segunda. Decíase en el mundo que era la inmensidad de su construcción lo que
mataba a todas sus mujeres, y como este gigantismo era exacto en todos sus
puntos, el duque dejaba germinar una opinión que velaba la verdad. Este horrible
coloso daba en efecto la idea de Hércules o de un centauro: el duque medía cinco
pies y once pulgadas, poseía unos miembros de gran fuerza y energía,
articulaciones vigorosas, nervios elásticos… Sumadle a esto un rostro viril y
altivo, unos enormes ojos negros, bellas cejas oscuras, la nariz aquilina, hermosos
dientes, un aspecto de salud y de frescura, unos hombros anchos, un torso amplio
aunque perfectamente modelado, bellas caderas, nalgas soberbias, las más
hermosas piernas del mundo, un temperamento de hierro, una fuerza de caballo,
el miembro de un verdadero mulo, asombrosamente peludo, dotado de la
facultad de perder su esperma tantas veces como quisiera en un día, incluso a la
edad de cincuenta años que entonces tenía, una erección casi continua de dicho
miembro cuy o tamaño era de 8 pulgadas justas de contorno por 12 de longitud, y
tendréis un retrato del duque de Blangis como si lo hubierais dibujado vosotros
mismos. Pero si esta obra maestra de la naturaleza era violenta en sus deseos, ¿en
qué se convertía, ¡Dios mío!, cuando le coronaba la embriaguez de la
voluptuosidad? Ya no era un hombre, era un tigre furioso. ¡Ay de quien sirviera
entonces sus pasiones!: gritos espantosos, blasfemias atroces surgían de su pecho
hinchado, era como si llamas salieran entonces de sus ojos, echaba espumarajos,
relinchaba, se le confundía con el dios mismo de Ja lubricidad. Fuera cual fuese
su manera de gozar, sus manos siempre se extraviaban necesariamente, y más
de una vez se le vio estrangular rotundamente a una mujer en el instante de su
pérfida ey aculación. Una vez recuperado, la despreocupación más absoluta
sobre las infamias que acababa de permitirse sucedía inmediatamente a su
extravío, y de esta indiferencia, de esta especie de apatía, nacían casi
inmediatamente nuevas chispas de voluptuosidad. El duque, en su juventud, había
llegado a correrse hasta 18 veces en un día y sin que se le viera más agotado en
la última eyaculación que en la primera. Siete u ocho en el mismo intervalo
todavía no le asustaban, pese a su medio siglo de vida. Desde hacía unos 25 años,
se había acostumbrado a la sodomía pasiva, y soportaba los ataques con el
mismo vigor con que los devolvía activamente, él mismo, un instante después,cuando le gustaba cambiar de papel. Había soportado en una apuesta hasta 55
asaltos en un día. Dotado como hemos dicho de una fuerza prodigiosa, le bastaba
una sola mano para violar a una muchacha; lo había demostrado varias veces.
Apostó un día a que asfixiaría un caballo entre sus piernas, y el animal reventó en
el instante que él había indicado. Sus excesos en la mesa superaban incluso, si es
posible, los de la cama. Era inconcebible la cantidad de víveres que englutía.
Hacía regularmente tres comidas, y las tres eran tan largas como amplias, y lo
habitual eran siempre diez botellas de vino de Borgoña; había llegado a beber 30
y apostaba contra cualquiera que podría llegar a 50. Pero como su ebriedad
adoptaba el color de sus pasiones, tan pronto como los vinos o los licores le habían
calentado el cráneo, se volvía furioso; había que atarle. Y con todo eso, ¿quién lo
hubiera dicho?, pero es cierto que el ánimo responde con frecuencia muy mal a
las disposiciones corporales, y un niño decidido hubiera asustado a aquel coloso,
y desde el momento en que para deshacerse de su enemigo ya no podía utilizar
sus triquiñuelas o su traición, se volvía tímido y cobarde, y la idea del combate
menos peligroso, pero en igualdad de fuerzas, le hubiera hecho huir a la otra
punta de la Tierra. Sin embargo, según la costumbre, había hecho una campaña o
dos, pero había alcanzado tal deshonra en ellas como para abandonar
inmediatamente el servicio. Defendiendo su bajeza con tanto ingenio como
descaro, pretendía altivamente, que no siendo la cobardía más que un deseo de
conservación, era totalmente imposible que unas personas sensatas se la
reprocharan como un defecto.
Manteniendo absolutamente los mismos rasgos morales y adaptándolos a una
existencia física infinitamente inferior a la que acaba de ser trazada, se obtenía el
retrato del OBISPO DE ***, hermano del duque de Blangis. Igual negrura de
alma, igual inclinación al crimen, igual desprecio por la religión, igual ateísmo,
igual trapacería, el ingenio más ágil y más diestro, sin embargo, y mayor arte en
hacer caer a sus víctimas, pero un cuerpo esbelto y ligero, pequeño y canijo, una
salud vacilante, unos nervios muy delicados, una búsqueda may or en los
placeres, unas facultades mediocres, un miembro muy común, pequeño incluso,
pero aprovechado con tal arte y perdiendo siempre tan poco que su imaginación
incesantemente inflamada le hacía tan frecuentemente susceptible como su
hermano de saborear el placer; aparte de unas sensaciones de tal finura, y una
irritación del sistema nervioso tan prodigiosa, que se desvanecía con frecuencia
en el instante de su eyaculación y perdía casi siempre el conocimiento al
terminar. Tenía cuarenta y cinco años de edad, las facciones muy finas, ojos
bastante bonitos, pero una fea boca y unos feos dientes, el cuerpo blanco, sin
vello, el culo pequeño, pero bien hecho, y el pene de 5 pulgadas de perímetro por
10 de longitud. Idólatra de la sodomía activa y pasiva, pero más aún de esta
última, pasaba su vida haciéndose encular, y este placer que jamás exige un gran. consumo de fuerza se ajustaba perfectamente a la pequeñez de sus medios.
Hablaremos después de sus restantes gustos. Respecto a los de la mesa, los
llevaba casi tan lejos como su hermano, pero ponía en ello un poco más de
sensualidad. Monseñor, tan malvado como su hermano mayor, guardaba en su
poder unos rasgos que le igualaban sin duda con las célebres acciones del héroe
que acabamos de pintar. Nos contentaremos con citar uno; bastará para mostrar
al lector hasta dónde podía llegar un hombre semejante y lo que sabía y podía
hacer, habiendo hecho lo que se leerá.
Uno de sus amigos, hombre enormemente rico, había tenido tiempo atrás una
relación con una muchacha de buena familia, de la que había tenido dos hijos,
una niña y un niño. Sin embargo, jamás había podido casarse con ella, y la
damisela se había convertido en esposa de otro. El amante de esta infortunada
murió joven, pero poseedor, sin embargo, de una inmensa fortuna; sin ningún
pariente del que preocuparse, planeó dejar todos sus bienes a los dos desdichados
frutos de su relación. En el lecho de muerte, confió su proy ecto al obispo y le
encargó esas dos dotes inmensas, que repartió en dos carteras iguales y que
entregó al obispo recomendándole la educación de los dos huérfanos y que les
entregara a cada uno de ellos lo que les correspondía tan pronto como alcanzaran
la edad prescrita por las ley es. Encareció al mismo tiempo al prelado que
manejara hasta entonces los fondos de sus pupilos, a fin de doblar su fortuna. Le
testimonió al mismo tiempo que tenía la intención de dejar ignorar eternamente a
la madre lo que hacía por sus hijos y que exigía absolutamente que jamás se le
hablara de ello. Tomadas estas disposiciones, el moribundo cerró los ojos, y
monseñor se vio dueño de cerca de un millón en billetes de banco y de dos
criaturas. El malvado no titubeó mucho tiempo en tomar una decisión: el
moribundo solo había hablado con él, la madre debía de ignorarlo todo, las
criaturas solo tenían cuatro o cinco años. Explicó que su amigo al expirar había
dejado sus bienes a los pobres, y aquel mismo día el bribón se apoderó de ellos.
Pero no le bastaba con arruinar a las dos desdichadas criaturas; el obispo, que
jamás cometía un crimen sin concebir al instante otro nuevo, fue, provisto del
consentimiento de su amigo, a retirar a las criaturas de la oscura pensión en la
que se les educaba, y las colocó en casa de personas de su confianza, decidiendo
desde entonces no tardar en utilizarlas a ambas para sus pérfidas voluptuosidades.
Esperó hasta que cumplieran los trece años. El chiquillo fue el primero en
alcanzar esta edad; se sirvió de él, lo doblegó a todos sus desenfrenos y, como era
extremadamente guapo, se divirtió con él cerca de ocho días. Pero la pequeña no
tuvo tanto éxito: llegó muy fea a la edad prescrita, sin que nada detuviera, sin
embargo, el lúbrico furor de nuestro malvado. Satisfechos sus deseos, temió que,
si dejaba con vida a las criaturas, no acabaran descubriendo algo del secreto que
les afectaba. Las condujo a una propiedad de su hermano y, seguro de recuperar
en un nuevo crimen las chispas de lubricidad que el goce acababa de hacerleperder, inmoló a ambas a sus feroces pasiones, y acompañó su muerte de
episodios tan picantes y tan crueles que su voluptuosidad renació en el seno de los
tormentos a que las sometió. Desgraciadamente el secreto es muy seguro, y no
hay libertino un poco instalado en el vicio que no sepa qué poder ejerce el
asesinato sobre los sentidos y cuán voluptuosamente determina una ey aculación.
Es una verdad de la que conviene que el lector se prevenga, antes de emprender
la lectura de una obra que debe desarrollar este sistema.
Tranquilo ahora respecto a todos los acontecimientos, monseñor regresó a
París para disfrutar del fruto de sus fechorías, y sin el mínimo remordimiento por
haber traicionado las intenciones de un hombre imposibilitado por su situación de
experimentar ni dolor ni placer.
EL PRESIDENTE DE CURVAL era el decano de la sociedad. Con cerca de
sesenta años, y singularmente deteriorado por el desenfreno, ofrecía poco más
que un esqueleto. Era alto, enjuto, flaco, con ojos hundidos y apagados, una boca
lívida y malsana, la barbilla respingona, la nariz larga. Cubierto de pelos como un
sátiro, espalda recta, nalgas blandas y caídas que más parecían dos trapos sucios
flotando en lo alto de sus muslos; la piel tan ajada a fuerza de latigazos que se
podía enroscar alrededor de los dedos sin que él lo notara. En medio de eso se
ofrecía, sin que fuera preciso abrirlo, un orificio inmenso cuyo diámetro enorme,
olor y color le hacían parecerse más a un agujero de excusado que al agujero de
un culo; y, para colmo de encantos, entraba en los hábitos de este puerco de
Sodoma dejar siempre esa parte en tal estado de suciedad que se veía
incesantemente a su alrededor un rodete de 2 pulgadas de espesor. Al final de un
vientre tan arrugado como lívido y fofo, se descubría, en un bosque de pelos, un
instrumento que, en estado de erección, podía tener 8 pulgadas de longitud por 7
de contorno; pero este estado era muy excepcional, y se precisaba una furiosa
serie de circunstancias para determinarlo. Se producía, sin embargo, por lo
menos dos o tres veces por semana, y el presidente enfilaba entonces
indistintamente todo tipo de agujero, aunque el del trasero de un chiquillo le
resultara infinitamente más precioso. El presidente se había hecho circuncidar,
de modo que la cabeza de su polla jamás estaba recubierta, ceremonia que
facilita mucho el placer y a la que deberían someterse todas las personas
voluptuosas. Pero uno de sus objetivos es mantener esta parte más limpia: nada
más lejos de que esto se cumpliera en Curval, pues tan sucio de este lado como
en el otro, esta cabeza descapullada, y a naturalmente muy gruesa, se
ensanchaba ahí por lo menos una pulgada de circunferencia. Igualmente sucio en
toda su persona, el presidente, que a esto unía gustos por lo menos tan marranos
como su persona, se volvía un personaje cuya proximidad bastante maloliente no
era para gustar a todo el mundo: pero sus colegas no eran personas que se
escandalizaran por tan poco, y ni se mencionaba. Pocos hombres había habido
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120 jornadas de sodoma
RandomNo es mía pero la subo para las personas las cuales se les dificulta leerla