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Sodoma y Gomorra habían inventado. La segunda cena estaba dedicada a las
muchachas de buen estilo que, obligadas a renunciar a su orgullosa ostentación y
a la insolencia habitual de su comportamiento, se veían constreñidas, debido a las
sumas recibidas, a entregarse a los caprichos más irregulares y con frecuencia
incluso a los ultrajes que gustaban a nuestros libertinos hacerles. Eran
habitualmente 12 y, como París no habría podido ofrecer una variación de ese
género con la frecuencia debida, esas veladas se alternaban con otras, en las que
solo se admitía un mismo número de mujeres distinguidas, desde la clase de los
procuradores hasta la de los oficiales. Hay más de cuatro o cinco mil mujeres en
París de una u otra de estas clases, a las que la necesidad o el lujo obliga a
participar en estas especies de juegos; basta con estar bien servido para
encontrarlas, y nuestros libertinos, que lo eran de manera excepcional,
encontraban con frecuencia milagros en esta clase singular. Pero por muy
honestas que fueran, había que someterse a todo, y el libertinaje, que jamás
admite límite alguno, se sentía especialmente excitado al obligar a horrores e
infamias a lo que parecía que la naturaleza y la convención social hubieran
debido sustraer a tales pruebas. Una vez allí, había que hacerlo todo, y como
nuestros cuatro malvados poseían todos los gustos del más crapuloso y del más
insigne libertinaje, esta aquiescencia esencial a sus deseos no era cosa fácil. La
tercera cena estaba destinada a las criaturas más viles y más mancilladas que
puedan existir. A quien conoce los extravíos del desenfreno, este refinamiento le
parecerá muy sencillo; es muy voluptuoso revolcarse, por así decirlo, en la
basura con criaturas de esta clase; ahí se encuentra el abandono más completo, la
crápula más monstruosa, el envilecimiento más total, y estos placeres,
comparados con los saboreados la víspera, o con las criaturas distinguidas que nos
han hecho saborearlos, arrojan mucha sal sobre ambos excesos. Ahí, como el
desenfreno era más total, no se olvidaba nada para hacerlo tan numeroso como
picante. Comparecían 100 putas en el transcurso de seis horas, y con excesiva
frecuencia ninguna de las 100 salía entera. Pero no nos precipitemos; este
refinamiento tiene unos detalles a los que todavía no hemos llegado. La cuarta
cena estaba reservada a las vírgenes. Solo se aceptaban hasta los quince años a
partir de los siete. Su condición daba igual, solo importaba su rostro, que debía ser
encantador, y la seguridad de sus primicias: era preciso que fueran auténticas.
Increíble refinamiento del libertinaje. No se planteaban ellos, sin duda, recoger
todas estas rosas, y tampoco podían, y a que siempre aparecían en número de 20
y, de nuestros cuatro libertinos, solo dos eran capaces de efectuar este acto, pues
uno de los otros dos, el tratante, ya no experimentaba la mínima erección, y al
obispo le era absolutamente imposible disfrutar más que de una manera que
puede, lo acepto, deshonrar a una virgen, pero que sin embargo la deja siempre
bien intacta. Daba igual, era preciso que estuvieran allí las 20 primicias, y las que
ellos no estropeaban se convertían en su presencia en la presa de unos cuantos. lacay os tan libertinos como ellos y que siempre les seguían por más de una
razón. Independientemente de estas cuatro cenas, había todos los viernes una
secreta y especial, mucho menos numerosa que las cuatro restantes, aunque tal
vez infinitamente más cara. Solo se admitían a ella a cuatro jóvenes damiselas de
buena familia, arrancadas de casa de sus padres a fuerza de astucia y de dinero.
Las esposas de nuestros libertinos compartían casi siempre este libertinaje, y su
extrema sumisión, sus atenciones y sus servicios lo hacían aún más picante.
Respecto a los manjares que se servían en estas cenas, es inútil decir que reinaba
tanto la abundancia como la exquisitez; ni uno de estos banquetes costaba menos
de 10.000 francos y en ellos se reunía cuanto de más raro y más exquisito puede
ofrecer Francia y el extranjero. Los vinos y los licores aparecían con la misma
finura y la misma abundancia, así como los frutos de todas las estaciones incluso
en invierno, y cabe asegurar en una palabra que la mesa del primer monarca de
la Tierra no era seguramente servida con tanto lujo y magnificencia.
Retrocedamos ahora y pintemos lo mejor que podamos al lector cada uno de
estos cuatro personajes en concreto, no bajo un aspecto favorable, no para
seducir o cautivar, sino con los mismos pinceles de la naturaleza, que pese a todo
su desorden es con frecuencia muy sublime, incluso cuando es más depravada.
Pues, atrevámonos a decirlo de pasada, aunque el crimen no tiene el tipo de
delicadeza que se encuentra en la virtud, ¿acaso no es siempre más sublime,
acaso no tiene incesantemente un carácter de grandeza y de sublimidad que
domina y dominará siempre sobre los atractivos monótonos y afeminados de la
virtud? ¿Nos hablaréis de la utilidad de uno o de otro? ¿Es cosa nuestra escrutar las
ley es de la naturaleza, es cosa nuestra decidir si, siéndole el vicio tan necesario
como la virtud, no nos inspira quizás una parte igual de inclinación a uno o a otra,
en razón de sus necesidades respectivas? Pero prosigamos.
EL DUQUE DE BLANGIS, dueño a los dieciocho años de una fortuna y a
inmensa y que incrementó mucho a continuación con sus exacciones,
experimentó todos los inconvenientes que nacen en tropel alrededor de un joven
rico, famoso, y que no se niega nada: casi siempre en tal caso la medida de las
fuerzas equivale a la de los vicios, y se niega tantas menos cosas cuantas más
facilidades tiene para obtenerlas todas. Si el duque hubiera recibido de la
naturaleza unas cuantas cualidades primitivas, quizás estas hubieran equilibrado
los peligros de su posición, pero esta madre extravagante, que parece a veces
entenderse con la fortuna para que esta favorezca todos los vicios que concede a
ciertos seres de los que espera unas atenciones muy diferentes de las que la
virtud supone, y eso porque necesita tanto a aquellos como a los otros, la
naturaleza, digo, al destinar a Blangis a una riqueza inmensa, le había deparado
precisamente todas las inclinaciones, todas las inspiraciones que se precisaban
para usarla mal. Con una mente muy perversa y muy maligna, le había dado el. alma más malvada y más dura, acompañada de unos desórdenes en los gustos y
en los caprichos de los que nacía el horrible libertinaje al que el duque era tan
singularmente propenso. Nacido falso, duro, imperioso, bárbaro, egoísta, tan
pródigo para sus placeres como avaro cuando se trataba de ser útil, mentiroso,
glotón, borracho, cobarde, sodomita, incestuoso, asesino, incendiario, ladrón, ni
una sola virtud compensaba tantos vicios. ¿Qué digo?, no solo no reverenciaba
ninguna, sino que todas le horrorizaban, y se le oía decir a menudo que un
hombre, para ser realmente feliz en este mundo, debía no solo entregarse a todos
los vicios, sino jamás permitirse una virtud, y que no solo se trataba de hacer
siempre el mal, sino que se trataba también de no hacer jamás el bien. « Hay
muchas personas» , decía el duque, « que solo se entregan al mal cuando su
pasión les arrastra; recuperada de su extravío, su alma tranquila recupera
tranquilamente el camino de la virtud, y pasando así su vida de combates a
errores y de errores a remordimientos, mueren sin que sea posible decir
exactamente qué papel han jugado en la Tierra. Dichos seres» , proseguía,
« deben de ser desgraciados: siempre fluctuantes, siempre indecisos, pasan toda
su vida detestando por la mañana lo que han hecho por la noche.
Convencidísimos de arrepentirse de los placeres que saborean, se estremecen al
permitírselos, de manera que se vuelven a un tiempo tan virtuosos en el crimen
como criminales en la virtud. Mi carácter más firme» , añadía nuestro héroe,
« jamás se desmentirá de esta manera. Yo no vacilo jamás en mis opciones y,
como estoy siempre seguro de encontrar el placer en lo que hago, jamás acude
el arrepentimiento a embotar el atractivo. Firme en mis principios porque desde
mis más jóvenes años los establecí con seguridad, actúo siempre en
consecuencia respecto a ellos. Me han hecho conocer el vacío y la nada de la
virtud; la odio y jamás se me verá volver a ella. Me han convencido de que el
vicio estaba hecho para hacer sentir al hombre esta vibración moral y física,
fuente de las más deliciosas voluptuosidades; me entrego a él. Muy pronto me
coloqué por encima de las quimeras de la religión, absolutamente convencido de
que la existencia del creador es un escandaloso absurdo en el que no creen ni los
niños. No siento ninguna necesidad de refrenar mis inclinaciones con la intención
de complacerle. Yo he recibido estas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría
resistiéndome a ellas; si me las ha dado malas, es porque así convenía
necesariamente a sus intenciones. Solo soy en sus manos una máquina que ella
mueve a su capricho, y no hay ni uno de mis crímenes que no le sirva; cuantos
más me aconseja, más necesita: sería un necio si me resistiera a ella. Así que
solo tengo contra mí las leyes, pero y o las desafío; mi oro y mi fama me colocan
por encima de esas plagas vulgares que solo deben herir al pueblo» . Si se le
objetaba al duque que en todos los hombres existían, sin embargo, unas ideas de
lo justo y de lo injusto que solo podían ser fruto de la naturaleza, y a que
aparecían en todos los pueblos e incluso en aquellos que no eran civilizados.

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