Stefy está cansada de hacer lo mismo todos los años en las fiestas decembrinas, así que coge la primera maleta de tamaño grande y empaca en ella la mitad de su closet, se desliga del brazo de su madre y de todas las tradiciones familiares para marcharse a New York.
Siempre fue su sueño viajar a allí y después de un largo año de trabajo, cree que es justo darse ese lujo.
Llega al inicio de la noche. Las luces de colores son un espectáculo que la deja lela y boquiabierta durante unos cuentos minutos. Las fotos que había visto en Instagram de la ciudad definitivamente no le hacían justicia. Después de dar un corto paseo en taxi —caro por demás—, llega al hotel donde —con bastante dificultad— pudo reservar a última hora.
En cuanto puso un pie en el lobby pensó que no estaba nada mal. No era ni muy ostentoso ni muy cutre. A través del espejo puesto en la recepción puede verse mientras espera su turno. Sus ojos de un marrón claro se encuentran luminosos como nunca antes, las mejillas sonrosadas por el frio intenso la hacen sonreír y apretar con emoción sus manos heladas dentro de los bolsillos del abrigo.
Tras retirarse la pareja del mostrador, avanza hacia la empleada que la espera.
—Buenas noches —saluda—. Hice mi reservación hace dos días. Mi nombre es Stefy Carson.
La mujer teclea brevemente en su computador y luego asiente.
—Sí, correcto —afirma. Busca una llave electrónica y esboza una sonrisa cordial—. Bienvenida, señorita Carson. ¿Estaría usted interesada en participar en la actividad propuesta por el hotel?
Stefy toma su llave y el folleto que le tiende la recepcionista arqueando una ceja al leer el título.
—¿Cita a ciegas? —lee.
La mujer asiente de nuevo.
—En pro de ofrecer una experiencia satisfactoria a los huéspedes durante su estadía aquí, el hotel ha decidido regalar una cena para dos personas en Nochebuena —explica con voz monótona. Stefy la sigue a través de la lectura del folleto—. Cada número de habitación será puesto en un bol y luego se hará un respectivo sorteo. Cuando las parejas se hayan formado, se les enviará a cada habitación el número de la mesa reservada.
—¿Y qué pasa si me toca una ancianita? —bromea.
La mujer se encoge de hombros.
—Supongo que será cuestión de suerte —responde en tono jocoso—, pero puedo asegurarle que varios chicos guapos se han apuntado a la iniciativa.
—Les tomo la palabra entonces —contesta Stefy rápidamente, sintiendo una repentina emoción ante el plan—. Y ayúdeme a cruzar los dedos.
La recepcionista anota el número de la habitación en una tarjeta, la agrega al bol a su lado y cruza los dedos.
Stefy se marcha de la recepción arrastrando la maleta y con una sonrisa gigante en su rostro.
(...)
Es veinticuatro de diciembre en la noche. Stefy ha quemado dos veces sus orejas utilizando la rizadora y se ha pintado las uñas de los pies de un rojo intenso. A pesar de que está en el octavo piso, puede escuchar la algarabía y jaleo proveniente de la planta baja y la calle abarrotada de personas.
Se acababa de enfundar el vestido junto con las medias cuando la puerta de la habitación es golpeada. Descalza y con rollos en la cabeza, corre a atender.
—Señorita, esto es para usted —indica el empleado—. Lo envían desde la recepción.
Ella baja la mirada hacia la cajita que le ofrece el muchacho y éste se despide luego de entregársela. Cierra la puerta, regresa hasta la cama y con intriga agita la cajita hasta poder escuchar un leve tintineo desde el interior. La tarjeta que la acompaña indica el número de la mesa y la hora. Faltaba menos de cuarenta y cinco minutos para el inicio de la cena. Abre el obsequio y descubre una pulsera de un hilo rojo muy fino con un dije en forma de gorro de Santa Claus.
El detalle la hace sonreír.
Decide usarla esa noche y de inmediato termina de arreglarse, al son de las canciones navideñas que suenan desde la radio de su celular.
(...)
La decoración del restaurante del hotel es un completo espectáculo. Había una gran lámpara en forma de araña en el centro del lugar, velas en candelabros elegantes puestos en lugares estratégicos y una rosa roja en cada mesa le daba un aire romántico al ambiente.
Stefy empezó a sentir nervios cuando vio que varios comensales ocupaban ya sus lugares, pero la decepción la embargó al descubrir que su mesa estaba aún desocupada.
Se sentó, le sirvieron algún tipo de vino blanco y la dejaron sola. Olfateó la rosa, miró a las demás parejas y se aburrió durante treinta minutos. Estaba a punto de marcharse cuando un chico se puso de pie a su lado. Levantó la vista hacia él y quedó prendada por un instante de la sonrisa de evidente disculpa que esbozaba el hombre y el olor exquisito que traía consigo.
—La puntualidad es una virtud —Se atrevió a decir ella, llevando su copa medio llena a la boca.
—Y conocerte es un placer —replicó él tomando asiento frente a ella. Después, tomó su mano libre —la que portaba la pulsera— y la besó con delicadeza—. Christopher Vélez, a tu servicio.
Ella bajó la copa y sonrió por primera vez ante él.
—Stefy Carson —dijo con voz titubeante—. Gracias por el regalo. ¿Qué hubiese pasado si fuese un chico?
—Bueno, estoy agradecido de que, de hecho, seas una chica —dijo él sirviéndose vino en la copa restante—. Si la situación fuese de otra manera, hubiese tenido que plantar a alguien.
Stefy se rió y se preguntó a sí misma cuándo había sido la última vez que había tenido una cita de ese calibre. No lo recordaba. Ni siquiera estando en un lugar tan bonito. Por supuesto que a lo largo de sus veintidós años tenía un pequeño historial de citas; unas más decepcionantes que otras, pero ésta definitivamente tendría un sentido más especial.
—¿Comemos ya? —preguntó ella, sintiéndose abrumada con tantos olores exquisitos mezclados—. Porque como que la espera me dio hambre.
Christopher se rió a su costa y confirmó, levantando la carta, que él sentía lo mismo.
Durante la cena, que consistió en un plato repleto de pequeños bocadillos con sabores navideños y vino, se hicieron preguntas random.
Él le contó que era cantante y que amaba su trabajo. Ella le contó que era veterinaria y que amaba su trabajo. Él le preguntó cuál era su color y número favorito. Ella le dijo "azul" y dictó el número de su habitación como favorito porque la había llevado hasta ese momento. Él le dijo "rojo" y miró la pulsera que ella portaba. Ella sonrió con un leve sonrojo en sus mejillas y le insistió para que dijera su número favorito. Él señaló el trío numérico de la mesa.
Ambos sonrieron entonces.
Cuando se sentía repletos y les dolía la panza de tanto reírse uno del otro, se retiraron del restaurante mucho antes de que cualquier comensal.
Salieron a la calle y el frío los golpeó con fuerza. Christopher sacó un gorro negro del bolsillo de su chaqueta y se lo puso a ella encima de los rizos con una enorme sonrisa. En algún punto del camino, sus manos se entrelazaron mientras hablaban un poco sobre lo que veían.
Se detuvieron en un grupo de personas alrededor de un enorme árbol de Navidad. La nieve empezaba a caer, la gente hablaba animadamente con halos saliendo de sus bocas y un intenso olor a pino se sentía en el lugar.
Justo cuando el reloj indicó las doce en punto y los fuegos artificiales estallaron en el cielo, Stefy y Christopher se besaron.
Ella se rió en medio del beso cuando un copito de nieve se derritió en su nariz y Chris se rió con ella. Secretamente ambos le daban las gracias a esa cita a ciegas que les regaló una de las mejores navidades de la historia.
FIN.