Annie necesitaba escapar de amores tóxicos, de mentiras, de manipulaciones, de engaños, de tanta dependencia, de los hombres equivocados. Necesitaba vivir por ella misma, quererse, gustarse, no necesitar. Por eso se fue de improviso a pasar unos días a otra ciudad. Un lugar para perderse entre monumentos y callejuelas estrechas que le devolvieran las ganas de hacer cosas, de interesase por otras cosas.
Armin estaba agotado, vacío de amores intrascendentes, de historias sin finales felices ni tristes, de historias de amor que ni siquiera empezaban. El miedo a amar, la imposibilidad de entregarse a una persona era su obstáculo para sentir esa ansiedad del amor que te mantiene vivo. Por eso se fue de improviso a pasar unos días a otra ciudad. Un lugar para perderse entre monumentos y callejuelas estrechas en donde dejar enterrados sus miedos y empezar una nueva vida.
Pero entonces en aquel momento ambos se encontraron para vivir una historia de amor tan breve que nadie se dio cuenta. Annie estaba sentada en las escaleras de aquél museo, pensando, con la mirada perdida en no se sabe qué recuerdos. Lo que Armin vio mientras se acercaba fue a la mujer más maravillosa derramando lágrimas. No podía ser. Él secó sus lágrimas con una sonrisa y de repente desapareció. Tardó un instante en volver con la misma sonrisa de antes y unas flores robadas al jardín del museo. Annie seguía llorando porque sus sentidos le dieron la voz de alarma cuando él la rozó. Y así juntaron sus miradas y luego sus bocas en un beso que los removió por dentro.
Un beso entre dos desconocidos que se necesitaban urgentemente. Ninguno de los dos quería separar sus labios del otro, sintiendo cómo los temores desaparecían, cómo las inseguridades se convertían en confianza, disfrutando del placer sin obstáculos. Y así estuvieron una eternidad. Una eternidad que duró el tiempo que dura un beso.