Capítulo 2

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El esperado día llegó.

Habría luna llena esa noche y la conejita se sentía, aunque emocionada, nerviosa. La dulce princesa, que la había acompañado por —hermosos y divertidísimos— quince días —contándole o leyéndole cuentos, y jugando con ella—, le había dicho que no tenía que preocuparse por nada, pero ella no estaba segura. Su misión era muy importante.

Aquel día, la princesa le ató un listón rosa al cuello y la puso nuevamente frente al espejo para que pudiera comprobar lo hermosa que lucía. Y sí, era bellísima. Si hubiera podido halar aire, lo habría hecho y, si aún pudiera moverse, habría empuñado sus patitas y asentido, llenándose de valor y coraje.

La princesa sonrió con suavidad, complacida, y le habló mientras se metía en un vestido de color turquesa.

—Me encanta este vestido —comentó ella. Se trataba de una simple pieza en corte A, largo hasta por debajo de las rodillas y de manga corta—. Lo compré hace tiempo, pero no había podido usarlo; estaba esperando una ocasión feliz —le comentó, sonriendo, mientras se ataba sus cabellos blancos en un moño discreto, justo arriba de la nuca—. Listo —decidió, y tomando su bolso, abrazó a la conejita.

Sus bracitos afelpados colgaban por delante, al igual que sus orejas —pues la princesa la llevaba pegando su espalda esponjosa contra su cintura—, pero no tanto como para que no pudiera mirar todo el paisaje frente a ella y, al salir... la conejita se dio cuenta de que, fuera, no todo era tan hermoso como la pequeña casita de la princesa: había casas algo destruidas —y, sobre los muros firmes, había pegados grandes carteles en colores blanco, rojo y negro—, escombros por las aceras y, en una esquina, estaba sentada una niña —con poca ropa y, esa misma, estaba algo sucia... y rota— con un bebé en los brazos; a la conejita le dio la impresión de que ellos tenían hambre, pero, justo al lado de ellos, había una mujer con frutas amarillas, en una canasta y, unos pasos más adelante, también un hombre con un gran cesto lleno de pan, y entonces la conejita descartó la idea del hambre: ¿por qué personas adultas, con tanta comida, no le darían de comer a un niño hambriento?

Ellas siguieron caminando, y entonces se encontraron con un montón de gente —sobre todo hombres—, que caminaban por la calle, alzando pancartas y gritando cosas; la conejita sintió miedo, pero la princesa la abrazó y, al seguir caminando, las cosas fueron mejorando: estaba ya más limpio, había menos gente que parecía asustada, triste o hambrienta, y algunos hasta en bicicletas andaban...

Y entonces llegaron a la casa de la que sería su niña.

La conejita lo supo porque la princesa se quedó parada justo en frente y la apretó un poco más; se trataba de una casa grande, de amplio jardín frontal que, al parecer, no había alcanzado la guerra —la princesa culpaba de todos los males de esa «guerra que tuvieron los humanos, entre ellos»—... pero no pudieron entrar pues, de la casa, salía un montón de gente vestidos todos de negro.

—¿Falleció alguien? —escuchó preguntar a la princesa a un grupo de personas que se encontraban junto al cancel. En su voz, la conejita percibió temor.

Las personas, que susurraban entre ellos, hicieron una pausa para mirar a la hermosa mujer de cabellos blancos, ojos grises y vestido turquesa, nada apropiado para un funeral..., pero luego notaron a la conejita en su brazo izquierdo y, con amabilidad, adivinando para quién era aquel juguete, le explicaron:

—La nieta del señor.

** ** **

La conejita colgaba de un brazo, desde la mano izquierda de la princesa, cuando regresaron a su pequeña casa; no entendía lo que pasaba... ¿qué niña había muerto? ¿Por qué no la había dejado con la suya?

La princesa y Violetta ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora