Desperté de la vieja pesadilla cuando el auto se detuvo y el motor quedó en silencio. Con mi cabeza presionada contra un almohadón, el sueño arrastrándome como un ancla, me tomó un momento recordar dónde me encontraba. No en aquella gasolinera de la autopista, sino en Colorado con mis padres. Siguiendo adelante. Mudándome.
“Qué te parece?” Simón, como mi padre prefería ser llamado, se bajó del viejo y precario Ford que compró en Denver y lanzó sus brazos dramáticamente en dirección a la casa. Su larga cabellera castaña con algunas canas se le estaba soltando en su entusiasmo por presumir nuestro nuevo hogar. Con el techo a dos aguas, paredes entablonadas de madera, y ventanas mugrientas no lucía prometedora. Casi que esperaba que la familia Adams saliera abalanzándose por la puerta del frente. Me senté y froté mis ojos, tratando de ahuyentar el miedo que permanecía luego de uno de mis sueños.
“Oh cariño, es fabulosa.” Sally, mi mamá, se rehusaba a ser desanimada el terrier de la felicidad, como Simón chistosamente la llamaba, aferrándola con sus dientes y negándose a liberarla. Salió del auto. Los seguí, no muy segura de si lo que estaba sintiendo era la descompensación horaria. Las palabras que tenía en mi cabeza eran ‘sombrío’, ‘ruinas’, y ‘podrido’; a Sally se le ocurrieron algunas otras.
“Creo que va a ser asombroso. Mira esas persianas, deben de ser originales. Y el porche! Siempre me imaginé como una persona con porche, sentada en mi mecedora y viendo la puesta del sol.” Sus ojos marrones brillaban con antelación, su cabello ondeado rebotando mientras subida a los saltos los escalones.
Habiendo vivido con ellos desde que tenía diez, hacía ya tiempo había aceptado que probablemente mis dos padres estuvieran fuera de sus cabales. Ellos vivían en su pequeño mundo de fantasía, donde las casas abandonadas eran ‘pintorescas’ y el enmohecimiento ‘atmosférico’. A diferencia de Sally, siempre me consideré a mí misma como el tipo de persona ultramoderna, sentada en una silla que no fuere refugio de bichos y en una habitación que no tuviera escarcha en el interior de sus ventanas en el invierno.Pero olvídense de la casa: las montañas por detrás eran impresionantes, alzándose increíblemente alto en el despejado cielo otoñal, con un dejo de blanco en sus picos. Ellos rodaban a lo largo del horizonte como una ola congelada en el tiempo, atrapada justo cuando estaba a punto de bajar sobre nosotros. Sus laderas rocosas eran teñidas con rosa a la luz del atardecer, pero donde las sombras caían sobre los campos de nieve, se volvían de un frío color azul. Los bosques que ascendían a sus lados ya estaban atravesados con dorado; pilas de álamos encendidos contra la oscuridad de los abedules y pinares. Pude ver un teleférico y los claros que señalizaban las pistas de ski, todos luciendo prácticamente verticales. Estos tenían que ser las Altas Rocosas acerca de las que había leído cuando mis padres dieron la noticia de que nos mudábamos de Richmond y el Támesis a Colorado. Les habían ofrecido un año como artistas en residencia en un
nuevo Centro de Arte en un pequeño pueblo llamado Wrickendridge. A un multimillonario local, y admirador de su trabajo, se le había metido en la cabeza que el complejo de esquí del oeste de Denver necesitaba una inyección de cultura y mis padres, Sally y Simon, eran los que debían hacerlo.
Cuando me presentaron las ‘buenas’ noticias, eché un vistazo a la página web del pueblo y encontré que Wrickendridge era conocida por sus trecientas pulgadas de nieve cada año y no mucho más. Había esquí pero nunca he sido capaz de pagar el viaje escolar a Los Alpes así que eso me dejaba un millón de años detrás de mis contemporáneos. Ya me estaba imaginando la humillación del primer fin de semana nevado cuando tropiece en los terraplenes infantiles y los otros adolescentes pasen a gran velocidad por las pistas profesionales.
Pero mis padres amaban la idea de pintar entre las Rocositas y yo no tenía el corazón para arruinarles su gran aventura. Fingí estar de acuerdo con perderme el sexto mejor sistema educativo para la Universidad en Richmond con todos mis amigos, y en cambio, enlistarme en la Secundaria Wrickendridge. Me había hecho de un lugar propio en el sudoeste de Londres en los seis años desde que me adoptaron; luché por salir del terror y el silencio, y superado la timidez para tener mi propio círculo en el cual me sentía popular. Confiné las partes más extrañas de mi carácter como esa cosa de los colores con la que soñaba.
Ya no buscaba las auras de las personas como lo había hecho de pequeña, y la ignoraba cuando mi control se escapaba. Me hice normal bueno, en gran parte. Ahora estaba siendo lanzada hacia lo desconocido. Había visto bastantes películas sobre las escuelas americanas y me estaba sintiendo más que un poco insegura acerca de mi nuevo establecimiento educativo. Seguramente los adolescentes americanos tengan sus lugares, y vistan ropa de segunda mano en algunas ocasiones? Nunca encajaría si lo de las películas resultaba ser cierto.
ESTÁS LEYENDO
Sky
AdventureTú tienes la mitad de nuestros poderes y yo tengo la otra juntos formamos un todo completo y somos más poderosos.