El día que conocí a Carmen y a Marito, el jardín de la isla había amanecido inundado. Los árboles parecían flotar muy derechos y las casas de los vecinos, al otro lado del río, eran como animales acuáticos, inmóviles sobre sus largas patas.
Salí a la galería en puntas de pie para no despertar a mis padres. Quería jugar en el jardín antes de que vieran la creciente, porque a la única que le gustaban las crecientes era a mí; ellos se ponían enseguida a levantar los muebles y la heladera, y había que volver a la ciudad. El agua tapaba cinco de los diez escalones de la casa. Calculé la profundidad: por encima de la rodilla, una medida perfecta para jugar en el fondo del jardín, entre las mandarinas y los kinotos, donde los adultos solo iban los domingos a la tarde en los meses de invierno a llenar un canasto para llevar a la ciudad. Caminé con pasos grandes, moviendo los brazos para hacer equilibrio, rozando el agua con la punta de los dedos –las alas, yo era un pájaro inmenso a punto de tomar vuelo-, el barro se me metía entre los dedos y briznas de pasto suelto me quedaban pegadas a las piernas.
Carmen estaba ahí, justo antes de la zanja grande. La vi de lejos, sentada en una rama, con los pies en el agua, como si hubiera estado ahí desde siempre. De sus pies brotaba otra chica idéntica, de agua, y las dos sonreían como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Cuando me acerqué la chica de agua se rompió y la que estaba sobre la rama bajó de un salto. Era más alta que yo. Tenía puesto un short sucio de barro y una remera a rayas que había sido mía y le quedaba corta.
-¿Vamos a pedirle a mi abuela que nos dé el desayuno? –dijo como si hablara con una vieja amiga, y se alejó por el agua con aires de princesa, moviendo como aspas sus brazos flacos.
Su confianza me ató a ella con un hilo invisible y la seguí sin preguntas.
-Ahora yo voy a vivir acá –me anunció cuando cruzábamos el puente hacia lo de doña Ángela.
Doña Ángela era la mamá de los vecinos isleños y la abuela de Carmen. Vivía con cuatro de sus ocho hijos en una casita del otro lado del riacho que separaba nuestro terreno del de ellos. Yo nunca había estado ahí y ahora cruzaba el puente colgante detrás de mi nueva amiga, la vista fija en la trenza negra que le bailaba por la espalda y le llegaba hasta la cola.
-Yo y mi hermano vamos a vivir en lo de mi abuela –insistió dándose la vuelta. La trenza pego un chicotazo-; el burro adelante para que no se espante. Mi hermano y yo, digo.
-¿Con tu papá y tu mamá?
Barrió el aire con la mano como si los padres fueran algo que se pudiera borrar así, de un manotazo (después supe por mi papá que la mamá de Carmen los había abandonado para irse con un marino que vivía en Comodoro Rivadavia y que el padre trabajaba en el Tigre en un astillero y no se podía ocupar de ellos). Doña Ángela estaba en el muelle. El agua cubría los tablones del piso, y la baranda y el banquito descascarados. Fin de semana tras fin de semana durante toda mi infancia yo había visto a doña Ángela sentada en el muelle. Quieta, enorme, vestida de negro, con el pelo blanco desordenado alrededor de la cabeza, como una nube, miraba pasar el río desde la mañana temprano. Cuando nos vio se paró despacio y caminó hacia nosotras levantándose apenas el vestido. Se agachó para besarme. Una cadena de plata muy finita quedaba atrapada entre la línea que dividía sus pechos inmensos. Quedé hipnotizada por lo que veía: ese lugar blando y tibio, tan diferente del escote huesudo de mi madre, se balanceaba apenas y me invitaba a hundirme en él, a dejarme envolver por su dulzura.
-Vamos, que les hago unas tortas fritas –dijo doña Ángela y la seguimos como pollitos.
La casa de los isleños era un cubo de madera ladeado y no estaba construida sobre pilotes. Mi papá siempre decía que había que ayudarlos a construir algo mejor, pero ese plan se postergaba cada año por diferentes motivos y ahora, por primera vez, yo pude entender por qué mis padres tenían esa conversación cada vez que crecía el río.
Esa mañana la cocina de doña Ángela era un espacio inundado, mal iluminado por la resolana que entraba a través de una ventanita cubierta por una tela vieja. Una nube de vapor salía de una pava que hervía sobre la cocina de hierro y el ruido metálico de la tapa que golpeaba sobre la boca de la pava resonaba en el silencio. Desde algún lugar llego la voz irritada de un hombre.
-Alguien apague esa pava –dijo.
Su cara se asomó desde un entrepiso elevado que balconeaba sobre el espacio de la cocina. Me miró. Yo no alcanzaba a ver su cara con claridad; la luz que entraba por la ventanita le iluminaba un solo ojo, hosco y cansado.
-Mamá –protestó, levantando la voz.
La mano caliente de Carmen envolvió la mía.
-Voy a hacerles unas tortas fritas a las nenas, Tordo –dijo doña Ángela, y la cara desapareció en la oscuridad como por un conjuro.
-Se va a acabar la harina –dijo la voz del Tordo.
-Chico tiene que ir al almacén esta tarde –dijo doña Ángela y descorrió la tela de la ventanita.
La resolana iluminó un par de piernas flacas que descolgaban desde el entrepiso, los dedos de los pies se abrieron y se cerraron en abanico y soltaron una nubecita de tierra que quedó suspendida en el aire. Alcé la vista. Sobre mi cabeza, como una aparición, vi por primera vez la cara de Marito, su piel brillante, sus ojos negrísimos, su nariz, su boca llena y burlona, la pequeña cicatriz que, supe después, un mordisco de nutria le había dejado en el labio superior.
-La Pinta puso un huevo en la viga –dijo y se dejó caer a mi lado sosteniendo en el aire un huevo blanco y liso.
-¡Nos salpicaste! –dijo Carmen enojada.
-Tan secas estabas –dijo él.
Carmen y yo nos miramos las piernas hundidas en el agua hasta los muslos y empezamos a reírnos. Carmen seguía teniéndome de la mano y ahora se puso ante mí y así, paradas una en frente a la otra, nos reíamos como si lo que había dicho Marito fuera la cosa más graciosa del mundo, como si no existiera en la vida nada más que esas ganas de reírnos.
Años después de esa mañana inundada, una bruja me dijo que no era la primera vez que ellos y yo estábamos juntos en este mundo. Nuestras almas, dijo, ya se conocían y habían vuelto a esta vida a compartir un sueño.
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Piedra, Papel o Tijera
RomanceAlma va todos los fines de semana, con sus padres, a su casa en el Tigre. Allí conoce a Carmen y a Marito, dos hermanos que viven con su abuela, en una casa sencilla. Las aventuras por el Delta, el despertar del amor y el fin de la inocencia los une...