Capítulo Cinco

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¿Qué poder tenía la húngara que transformaba al Tordo, un hombre orgulloso y hasta feroz, en un cordero que la seguía mansamente cada vez que a ella le daba la gana?

Carmen y yo nos hacíamos esa pregunta una y otra vez, y no podíamos contestarla. Un verano, tres años después de la creciente en que casi perdemos a Lucio, organizamos una expedición a lo de la húngara para investigar el tema a fondo. Necesitábamos verlos juntos, “en el lugar del hecho”, como decía Carmen, que por esa época había empezado a leer novelas policiales.

Cuando nos subimos al bote, Marito está preparando su caña en el muelle de doña Ángela.

-¿Adónde van? –dice.

Encarna una lombriz, que se mueve entre sus dedos.

Ya hace un tiempo que nuestros juegos juntos se espaciaron y que él dejó de venir a la casa en los árboles. Nuestras excursiones a la isla del medio, donde asamos mojarritas en palito y nos contamos las historias de nuestra semana separados, ya no le interesan.

-Rio abajo –dice Carmen.

-Miren que a la vuelta les toca corriente en contra.

-Ya nos dimos cuenta –dice ella y prepara los toletes-. No es para tanto –me dice a mí-, a la vuelta nos turnamos.

Nos quedamos ahí, sin zarpar. Marito ya no nos mira. Su cuerpo se echa hacia atrás, su brazo traza un arco y lanza la plomada, un silbido que vuela por el aire y cae con un golpe en el medio del rio, los aros de agua se van abriendo uno después de otro hasta desaparecer. Desato el cabo. Lo enrollo con cuidado. Quiero quedarme. Quiero seguir mirando a Marito, sentarme junto a él a esperar el pique, adivinar el pez que se acerca, que salía cuando su boca queda enganchada en el anzuelo. Es un buen día para pescar. Uso los juncos para empujarme hacia fuera, despacio. Nos alejamos. La caña de Marito se dobla hacia abajo. Él pega un tirón, un pez chico salta en el agua quieta y los brazos de Marito se tensan, recogen la línea. Su cuerpo creció sin que yo me diera cuenta del todo. El mío también. ¿Desde cuándo siento un nudo en el estómago cuando lo miro?

Carmen y yo seguimos atentamente la lucha breve de Marito y él alza su trofeo hacia nosotras; la distancia no me permite verle la sonrisa, pero sé que sonríe. Antes hacíamos una ceremonia alrededor de la pesca del día, un baile de agradecimiento que era una mezcla de ritual africano con bailecito de la Puna. Agito los brazos para celebrar con él.

-Me parece que era una lisa –dice Carmen y rema con energía.

Tiene brazos fuertes y debajo de la remera sus pechos firmes se mueven con libertad. Yo sufro la vergüenza de unos pezones agrandados y en punta que me duelen al menor roce. Trato de taparlos con corpiños que me sobran, siento que todo el mundo se ríe de ellos y me atormenta la certeza de que esa va a ser la forma definitiva de mi cuerpo.

-Creo que voy a ser monja misionera –digo cuando pasábamos la desembocadura del arroyo.

Estábamos pasando muy cerca de las ramas de un sauce y Carmen sube los remos al bote con un golpe seco y me mira. El bote sigue avanzando a la deriva.

-¿Por qué misionera?

-Porque quiero viajar.

Carmen se ríe.

-¿Y vas a usar toca?

Sabe que estoy orgullosa de mi pelo largo, que me lo cepillo antes de irme a dormir y que es lo único que no quiero cambiar de mí misma.

-La monja que vino al colegio el otro día no usaba toca.

-Ah, entonces si puede ser que te hagas monja.

Se inclina sobre el borde y mete la mano en el rio, se moja la nuca, el agua le resbala por el cuello y le moja un triangulo en la remera. La piel de Carmen es tirante y suave.

-Era tercermundista, la monja.

-¿Y eso?

-Se ocupa de los pobres del Tercer Mundo.

-Yo pensé que había un solo mundo. ¿Y vos querés ser monja para ir al Tercer Mundo?

-Sí.

-¿Y dónde es?

-En lugares como África. Hay Primer Mundo y Tercer Mundo. Lo que no hay es Segundo Mundo.

Carmen parece evaluar la información. No le interesa lo que ella llama los datos estúpidos que después le ocupan la memoria que ella necesita para otras cosas.

-Querés ir a África –dice.

Toda la semana pensé contarle a Carmen que quería ser monja y ahora que lo hice me siento estúpida.

Le pido los remos.

Carmen se queda esperando que le conteste y se da cuenta de que ya no voy a decir nada más. Se pone a cantar:

-Ay marinero, marinero,

Quien te enseño a cantar,

Marinero, fueron las olas del rio,

Marinero, fueron las olas del mar.

Siento en las palmas de las manos el ardor del roce de los remos. Mañana voy a tener dos ampollas rojas, llenas de agua. Marito tiene callos. Cuando digo piedra y el dice papel, me envuelve la mano con su mano callosa.

-No sé si quiero ser monja.

La cara de Carmen se abre en una sonrisa.

-¿Por qué mejor no buscamos otra excusa para viajar? Vayamos a Salvador de Bahía –dice-, la de la canción.

Detrás de los sauces se empieza a vislumbrar el techo de la casa de la húngara.

Piedra, Papel o TijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora