La casa de la húngara quedaba al final del canal en una punta de tierra desde la que se veía a la noche la ciudad iluminada. Frente a la casa, cruzando el canal, había un banco de juncos donde los isleños trabajaban en enero para cortarlos y almacenarlos, y donde, en los atardeceres de verano, Carmen y yo íbamos a ver salir la luna llena.
Nuestra excursión fue en la época de las madreselvas. Apenas nos metimos en el riacho donde la húngara atracaba su barco, nos envolvió el perfume dulce de las flores. Atamos el bote a la baranda del muellecito. Las chicharras cantaban en el aire quieto. La casa construída sobre pilotes y rodeada de una galería techada, parecía flotar en el calor. Nos acercamos y subimos los escalones con cuidado. Sabíamos que si el Tordo nos veía se iba a enojar.
Carmen conocía la distribución de los cuartos porque había empezado a ir algunas tardes a limpiar la casa para ganarse unos pesos. Decía que la húngara tenía muchos libros y una foto de sus padres en blanco y negro en una plaza con palomas que no era Plaza de Mayo y que había que dejar la foto siempre de la misma manera y ponerle delante un florerito de flores frescas. Yo tenía muchas ganas de conocer la casa y de ver el retrato, pero Carmen iba durante la semana y yo iba a tener que esperar a las vacaciones para acompañarla. Me guió hacia la ventana de la húngara. Espió primero, y se dio vuelta para mirarme, con el dedo índice sobre los labios, los ojos fascinados con lo que había visto. Me hizo señas de que me acercara. Un gemido llegó a mis oídos con nitidez. Sentí un nudo en el estómago: lo único que nos ocultaba de la mirada del Tordo y de la húngara era el mosquitero y la sombra tibia del techo de la galería.
Carmen se apretó contra la pared y volvió a asomar la cabeza para mirar. Yo, también contra la pared pero detrás de Carmen y fuera de la abertura de la ventana, ni siquiera me atrevía a moverme. Ella se dio vuelta otra vez. Como yo seguía inmóvil, se agachó y caminó en cuatro patas hasta el otro lado de la ventana para cederme su lugar. Una vez del otro lado me hizo señas para que me asomara.
El cuerpo desnudo de la húngara estaba frente a la ventana, la cabeza echada hacia atrás y la boca un poco abierta en una expresión rara, que parecía de dolor. Aunque tenía los ojos cerrados, volví a apretarme contra la pared con el corazón a galope. Me asomé otra vez. El Tordo, debajo de la húngara, estaba hablando ahora entre dientes y ella tomó aire de golpe como si hubiera estado ahogándose. El respaldo de la cama estaba cerca de la ventana. Un ropero con un espejo en la puerta reflejaba la espalda de la húngara, amplia y muy blanca, que se angostaba en la cintura para abrirse otra vez en los glúteos inmensos donde los dedos del Tordo, en abanico, se clavaban en la carne como si fueran a lastimarla. Algo golpeaba contra la pared. El ruido metálico era como la música que movía a la húngara y ella parecía muy lejos de allí, en otro mundo. El pelo rubio se le pegaba a la cara y a la piel mojada de transpiración. Cuando su grito ronco se mezclo con el gruñido del Tordo, yo tuve una sensación nueva y dolorosa entre las piernas.
-Puta –dijo el Tordo.
Y lo repitió varias veces, cada vez más suave como si lo fuera convirtiendo en una caricia. Se hizo un silencio. La húngara se tapó la cara con las manos y se echó sobre el Tordo. Estaba llorando.
Los sollozos se mezclaban con la voz del Tordo, una voz tan dulce que parecía venir de un hombre distinto al que yo conocía, y poco a poco la húngara dejo de llorar y se quedaron abrazados en silencio. Fue en ese silencio que siguió el llanto de la húngara que Carmen sintió la mordida del tábano. Después me discutió que apenas se había movido para ahuyentarlo, pero yo oí con claridad el cachetazo que dio para matarlo. La húngara también lo oyó. Se sentó de golpe.
-Tu sobrinita y su amiga nos están espiando –dijo.
No esperamos la reacción del Tordo. Salimos corriendo hacia el bote como si el mismo diablo estuviera siguiéndonos.
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Piedra, Papel o Tijera
RomanceAlma va todos los fines de semana, con sus padres, a su casa en el Tigre. Allí conoce a Carmen y a Marito, dos hermanos que viven con su abuela, en una casa sencilla. Las aventuras por el Delta, el despertar del amor y el fin de la inocencia los une...