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El viejo reloj de péndulo soltó ocho campanadas al silencio de la sala. El hombre se desperezó en el sillón y dejó caer Como agua para Chocolate a sus pies. Alguien le dijo que ese libro era muy interesante, pero a él sólo le provocaba un bostezo tras otro. Y además, ya casi era hora de cenar.

El hombre se levantó y alzó la vista al escudo de armas. Sonrió. Gracias a sus antepasados podía vivir ocioso, sin tener que trabajar en ninguna gris oficina, como tanta gente a la que despreciaba. Millonario, pensó, y se ajustó el cinturón de la bata afelpada que mostraba sus iniciales bordadas en el bolsillo superior.

Por entre los leños de la chimenea asomaba un jirón de tela. Lo tomó por una punta y lo arrojó al fuego. Brotó una chispa que se apagó casi al instante.

-Efímera como la vida –reflexionó en voz alta.

Afuera llovía. Nada como el clima londinense. Un trueno estremeció los vidrios de las ventanas. Con las manos en los bolsillos, el hombre abandonó la sala. Era joven. Treinta y seis años no eran para sentirse un viejo decrépito, y menos en su caso. Hacía ejercicio todas las mañanas en su propio gimnasio y sus músculos eran envidiablemente sólidos. Eso atraía a extraños materiales biológicos llamados hombres y mujeres. Él no acababa de comprenderlos. Cada uno parecía un pequeño enigma a resolver y él prefería enigmas mucho más grandes. Y también prefería comer. Desde un par de años atrás se sometía a una dieta especial y estaba obteniendo, gracias a ella, mayor salud y vigor.

Cruzó el amplio comedor, desdeñándolo, y bajó al primer nivel del sótano. La casa era una fortaleza intemporal. Su fachada de estilo victoriano, y su atmósfera de paredes gruesas y techos altos lo hacía sentirse en un castillo en donde él se consideraba rey y súbdito. Todos sus criados trabajaban de entrada por salida, lo que significaba que tenía las noches para dedicarse entero a sus aficiones.

Bajó los escalones y avanzó por el obscuro pasillo de la cava, flanqueado por hileras de vinos de inmejorables cosechas. Una colección de vinos como la de él llenaba de orgullo a cualquiera, pero él no le daba gran importancia. La verdadera magia aguardaba tras los muros.

Se acercó a la pared del fondo. Quitó el falso ladrillo que ocultaba el tablero y oprimió un botón. Una computadora le solicitó la clave de acceso. Tecleó tres veces el número seis. Se escuchó un tenue zumbido y la pared giró hacia adentro como en una vieja película de espías. El hombre entró y recorrió un largo corredor hasta detenerse ante la puerta metálica de lo que él llamaba "el cuarto blanco". Hizo girar una perilla a izquierda y derecha hasta completar la combinación que sólo él conocía. La puerta se abrió pesadamente dejando escapar nubecillas de vapor helado.

Las canales colgaban inmóviles de los ganchos. El hombre se estremeció, pero sólo de frío. Examinó de cerca la carne, golpeándola con los puños para evaluar su consistencia, y oliéndola para descartar putrefacción. Si en algo se mantenía estricto, era en la inspección de los productos. Si alguna pieza de carne denotaba el menor signo de descomposición, la desechaba de inmediato. Por esa vez, las canales estaban en perfecto estado, y había que pensar en adquirir más. Las seis de aquella nueva temporada no eran suficientes. Ningún número era suficiente. Sin carne la vida no tenía sentido.

Salió del cuarto blanco, cerrando cuidadosamente la puerta. Llegó el tiempo de dar una paseo.

*****

-¡Vaya! ¡Esta sí que es una mansión!

El chico miraba maravillado el lujoso vestíbulo. El agua le chorreaba del pelo llevándose parte del tinte dorado y dejando al descubierto un aburrido ocre. Su pecho bien marcado, se traslucía bajo la playera mojada, con los pezones erectos. El agua le resbalaba por las piernas.

El Último Tren a Sodoma (ChanSoo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora