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Bajó al segundo sótano. La cama se bamboleaba dentro de la red, pero el chico no estaba ahí. Se acercó a la red. Las correas estaban rotas. Era la primera vez que ocurría algo semejante. Sintió inquietud, y al mismo tiempo una agradable curiosidad. Parecía que de verdad el chico era original, como había presumido en la disco.

Recorrió el sótano con la vista. Los instrumentos de tortura permanecían silenciosos en su lugar, como guardando el secreto de cómo su víctima había escapado. Entre claroscuros, el rostro en la puerta de la doncella de hierro parecía mirar la cuna de Judas, y el potro parecía inclinarse hacia la silla con picos.

-Te crees muy listo ¿no, querido? -dijo él-. Pierdes tu tiempo. No hay manera de escapar de aquí.

Silencio.

-No voy a jugar al escondite -continuó, impacientándose.

No quería jugar con él, sino "procesarlo". Ni siquiera podía llamarlo por su nombre. Dio una vuelta en redondo sintiéndose un tonto. Por un instante pensó que el chico tenía miedo, que intentaba escapar para correr hacia la policía y delatarlo. Eso lo decepcionaría. Realmente estaba comenzando a sentir aprecio por él.

Se dirigió a la cuna de Judas y recogió el hacha. Empuñándola, continuó la búsqueda. Hasta entonces notó que el sarcófago de la doncella de hierro estaba parcialmente abierto. Fue hacia él y lo abrió por completo. No se encontraba ahí. Al menos el chico no había cometido la estupidez de pensar que podría refugiarse en el sarcófago, sólo para clavarse los picos en el interior.

Se agachó bajo el potro. Tampoco lo encontró. Su impaciencia crecía.

-No lo hagas más difícil, imbécil. Sal de donde estés.

Una risa entre inocente y sensual brotó detrás de la doncella de hierro. Volvió sus pasos hacia el aparato. La risa se escuchó nuevamente por la parte trasera. El único problema era que la doncella de hierro estaba pegada a la pared. No sabía que el lugar tuviera esa clase de acústica. La risa debía provenir de otro lugar y hacía eco en ese punto.

Escuchó la risa detrás de él. Giró y asestó un hachazo en el aire. No había nadie.

-¿Qué diablos...? –murmuró.

El potro comenzó a funcionar. La manivela giró lentamente y las correas de la superficie se tensaron sin ocupante alguno. Él recordó cómo había gritado JongIn cuando sus extremidades se dislocaron. Fue el mismo grito el que escuchó en ese momento, en el presente. Los gritos continuaron. No era su imaginación. Aquella era la voz de JongIn. Tenía que ser un truco. El imbécil seguramente se dedicaba a la magia, o era imitador de voces. Intentaba una guerra de nervios para escapar. Sí quería jugar rudo, él jugaba mejor.

Fue al tablero y oprimió el interruptor para apagar el potro. No sólo no consiguió detenerlo, sino que ahora otro instrumento, la rueda dentada donde había muerto JunMyeon, giró con sus picos metálicos bañados en sangre. Un grito surgió de la rueda. El grito de JunMyeon, tal y como se había escuchado al ser torturado. Cierto, podía ser un truco más, pero ¿cómo podía él conocer las voces y los gritos de sus víctimas?

Sugestión, tenía que ser la respuesta. El chico simplemente se dedicaba a gritar, y de alguna forma hacía funcionar los aparatos, y la mente de él era la que evocaba los recuerdos. Unos chillidos no humanos lo sacaron de sus pensamientos. Sobre el respaldo de la silla con picos, una rata lo miraba, sostenida sobre sus patas delanteras. Y parecía tener entre sus dientes uno de los ojos de LuHan.

Él parpadeó. La rata desapareció. Aquello tenía cada vez más la apariencia de una alucinación. Aquel whisky debió contener alguna droga, esa tenía que ser la explicación.

El Último Tren a Sodoma (ChanSoo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora