Els ocells

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Una nube de humo se dibujaba nítidamente frente a mi rostro, no tenía muy claro si era por el frío húmedo y penetrante o por el cigarrillo que acababa de lanzar al suelo sin ningún miramiento. Las sienes me palpitaban al ritmo del cabecero de la cama de su habitación, la sangre corría por mis venas como si quisiese huir de mi cuerpo mientras tuviese oportunidad y mis pies caminaban solos sin dirección a la que llegar.

Por la cantidad de gente que paseaba a mi alrededor y el ancho de la calle, intuía que debía estar en alguna de las ramblas de Barcelona. Levanté la cabeza al cielo para ver si aclaraba un poco la neblina que espesaba mi mente desde que salí de su casa.

Por los altavoces instalados en la calle podía oír la alegre cancioncilla de M'agrada el Nadal, entonada por voces infantiles y acompañada de una melodía viva, esperanzadora. Si tan solo me hubiese dicho la verdad, incluso me la habría podido escribir, ni siquiera le pedía valentía. Pero obviamente ella no contaba con que mis ojos lo veían todo, lo sabían todo. Y no sé si es verdad que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pero creo firmemente en que el tiempo pone a cada uno en su lugar y esa mentira, ese engaño, tenía que caer por su propio peso.

Entiendo que a veces puedan pensar que no veo, que no me entero, que vivo inmerso en mi mundo interior, aunque creía que ella me conocía, que sabía mirar a través del foco correcto.

No sabía muy bien si lo que más quería en esos momentos era poder borrar todo rastro de ella o que un rayo me devolviera todos esos besos que nunca llegaron a mis labios, que aterrizaron en los de otro.

Harto del bullicio, de las risas, de los besos, de los buenos deseos para las Navidades y el año nuevo, me desvié hacia una de las calles laterales. Mucho más estrecha, mucho más solitaria.

Respiré agradecido por el cambio y continué mi marcha. No sabía dónde iba, no sabía qué necesitaba para curarme.

Como si el destino hubiese olido mi desesperación, me topé con una pequeña tienda de discos. En la puerta rezaba que era el sitio ideal para los amantes de los vinilos, de la música de la segunda mitad del siglo XX. A pesar que estaba bastante seguro que era una alucinación de mi cansado cerebro, aprecié como las puertas se abrían ligeramente, invitándome a entrar, a descubrir sus secretos.

Cerré los ojos y aspiré el aroma a música, no tenía otra definición. Había pasado largas tardes con mis amigos buscando rarezas entre los vinilos de tiendecillas pintorescas.

Me abrí paso entre los estantes cargados de discos y llegué hasta él, David Bowie. Sabía que él no me fallaría, que nunca dejaría que la soledad me consumiera por completo. Analicé los discos que habían en el cajón, nada nuevo, obviamente. Los tenía todos y aún así sentía el impulso de comprarme otro ejemplar. Estaba bastante seguro que él era el hombre de las estrellas que esperaba en el cielo, que velaba desde allí para que no llegase a hundirme del todo, dándome siempre una salida, abriéndome una puerta cuando otra se cerraba.

- ¿Puedo ayudarte? -preguntó una suave voz detrás de mí.

Volví a cerrar los ojos, no necesitaba que nadie me hablase, no hacía falta que una desconocida se preocupase por mí.

- No, gracias -rechacé la oferta mientras me giraba.

Me encontré frente a una chica con sonrisa tímida y mejillas coloradas. No pude evitar sentir un pequeño pinchazo de ternura al ver como se mordía el labio. Por su mirada deduje que sabía que me había molestado y se estaba culpando a sí misma por algo totalmente fuera de su alcance.

- Lo siento, estoy un poco ido ahora mismo, no quería contestarte así -aclaré- ¿Sabes que hueles como a flor y manzana? -pregunté haciendo gala de mi incontinencia verbal.

Son cancionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora