XXIII

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EN LA CÁMARA DE LOS TORMENTOS


Continuación del relato del Persa

Estábamos en el centro de una sala pequeña de forma perfectamente hexagonal... cuyos seis lienzos de pared estaban provistos de espejos..., de arriba abajo... En las esquinas se distinguían muy bien los «añadidos» de espejo..., los pequeños sectores destinados a girar sobre sus tambores..., sí, sí, los reconocí..., y reconocí también el árbol de hierro en una esquina, al fondo de uno de aquellos pequeños sectores..., el árbol de hierro, con su brazo de hierro..., para los ahorcados.

Había cogido el brazo de mi acompañante. El vizconde de Chagny estaba temblando, dispuesto a gritar a su prometida la ayuda que le llevaba... Yo temía que no pudiera contenerse.

De pronto, oímos ruido a nuestra izquierda. Al principio fue como una puerta que se abría y se cerraba, en la pieza de al lado hubo luego un gemido sordo. Retuve con más fuerza todavía el brazo del señor de Chagny; luego oímos con toda claridad estas palabras.

—¡O lo tomas o lo dejas! La misa de matrimonio o la misa de difuntos.

Reconocí la voz del monstruo.

Oímos de nuevo un gemido.

Luego, un largo silencio.

Ahora yo estaba convencido de que el monstruo ignoraba nuestra presencia en su morada, porque, de otro modo, se las habría arreglado para que no le oyésemos. Para ello le hubiera bastado con cerrar herméticamente la ventanita invisible por la que los aficionados a los tormentos miran dentro de la cámara de los tormentos.

Además, estaba seguro de que si él hubiera conocido nuestra presencia, los tormentos habrían empezado de inmediato.

Teníamos, por lo tanto, una buena ventaja sobre Erik: estábamos junto a él y él no lo sabía.

Resultaba importante no hacérselo saber, y lo que yo más temía era que el impulso del vizconde de Chagny le empujara a precipitarse a través de las paredes para reunirse con Christine Daaé, cuyo gemido creíamos oír a intervalos.

—¡La misa de difuntos no es nada alegre! —prosiguió la voz de Erik—, mientras que la misa de boda es magnífica. Hay que tomar una resolución y saber lo que se quiere. A mí me resulta imposible seguir viviendo así, en el fondo de la tierra, en un agujero, como un topo. Don Juan triunfante está acabado, ahora quiero vivir como todo el mundo. Quiero tener una mujer como todo el mundo y saldremos a pasear los domingos. He ideado una máscara que me presta la cara de cualquiera. Nadie se volverá a mirarme. Serás la más feliz de las mujeres. Y cantaremos sólo para nosotros, hasta morir. ¡Lloras! ¡Me tienes miedo! ¡Sin embargo no soy malvado en el fondo! Ámame y lo verás. No me ha faltado más que ser amado para ser bueno. Si me amases, yo sería dulce como un cordero y harías de mí lo que quisieras.

Inmediatamente, el gemido que acompañaba a esa especie de letanía amorosa aumentó y aumentó. Nunca he oído nada más desesperado, y el señor de Chagny y yo reconocimos que aquel espantoso lamento pertenecía al propio Erik. En cuanto a Christine, debía de estar, en alguna parte, tal vez al otro lado del muro que teníamos delante de nosotros, muda de horror, sin fuerza siquiera para gritar, con el monstruo a sus rodillas.

El lamento era sonoro, bramante y estertoroso como la queja de un océano. Por tres veces arrancó Erik esta queja de la roca de su garganta.

—¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas!

Y luego, en tono más dulce:

—¿Por qué lloras? Sabes de sobra que me haces daño.

Un silencio.

El fantasma de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora