IV

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EL PALCO N° 5


Armand Moncharmin escribió unas memorias tan voluminosas que, por lo que se refiere particularmente al período bastante largo de su codirección, uno tiene derecho a preguntarse si encontró alguna vez tiempo para ocuparse de la Ópera de otra forma que contando lo que en ella ocurría. El señor Moncharmin no sabía nada de música, pero tuteaba al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, había hecho algo de periodismo de calle y gozaba de una fortuna bastante buena. Finalmente era un hombre encantador que no carecía de inteligencia, puesto que, decidido a regir la Ópera, había sabido elegir a quien sería su útil director y para ello se dirigió inmediatamente a Firmin Richard.

Firmin Richard era un músico distinguido y un hombre galante. Éste es el retrato que de él hace, en el momento de su toma de posesión, la Revue des Théâtres: «El señor Firmin Richard tiene cincuenta años aproximadamente, es de alta estatura y robusto, sin ser gordo. Tiene prestancia y distinción, es de color subido, de pelo abundante, algo corto y cortado a cepillo, la barba igual que el pelo; su fisonomía tiene algo un poco triste que templa enseguida una mirada franca y recta unida a una sonrisa encantadora.

»El señor Firmin Richard es un músico muy distinguido. Hábil armonista, sabio contrapuntista, su composición tiene por carácter principal la grandeza. Ha publicado música de cámara muy apreciada por los aficionados, música para piano, sonatas o fugas llenas de originalidad, además de un volumen de melodías. Por último, La muerte de Hércules, ejecutada en los conciertos del Conservatorio, respira un aliento épico que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados del señor Firmin Richard. A pesar de adorar a Gluck, no ama menos a Piccini: al señor Richard le agrada todo lo que encuentra. Lleno de admiración por Piccini, se inclina ante Meyerbeer, se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor el inimitable genio de Weber. Por último, por lo que respecta a Wagner, el señor Richard no está lejos de pretender que fue él, Richard, el primero, y tal vez el único, en haberle comprendido en Francia».

No seguiré con la cita: me parece que de ella ya se ha desprendido con bastante claridad que, si el señor Firmin Richard amaba casi toda la música y a todos los músicos, el deber de todos los músicos era amar al señor Firmin Richard. Digamos, para concluir este rápido retrato, que el señor Richard era eso que se ha convenido en llamar un autoritario, es decir, que tenía un malísimo carácter.

Los primeros días que ambos asociados pasaron en la Ópera los dedicaron a saborear la alegría de sentirse dueños de una empresa tan grande y tan hermosa, y a buen seguro habían olvidado aquella curiosa y extraña historia del fantasma cuando se produjo un incidente que les demostró que, de tratarse de una farsa, la farsa no había terminado.

El señor Firmin Richard llegó aquella mañana a las once a su despacho. Su secretario, el señor Remy, le mostró media docena de cartas que no había abierto porque llevaban la mención de «personal». Una de esas cartas atrajo de inmediato la atención de Richard, no sólo porque las señas del sobre estaban en tinta roja, sino también porque le pareció que aquella escritura ya la había visto en alguna parte. No buscó mucho tiempo: era la escritura roja con la que habían completado de forma tan extraña el pliego de condiciones. Reconoció su aspecto tosco e infantil. La abrió y leyó:

Mi querido director: le pido perdón por molestarle en estos momentos tan preciosos en que usted decide el destino de los mejores artistas de la Ópera, en que renueva importantes compromisos y en que concluye otros nuevos; y todo ello con una seguridad de visión, una comprensión del teatro, una ciencia del público y sus gustos y una autoridad que ha estado a punto de sorprender a mi vieja experiencia. Estoy al corriente de lo que acaba de hacer por la Carlotta, la Sorelli y la pequeña Jammes, y por algunas personas más cuyas admirables cualidades, talento y genio ya ha adivinado. (Usted sabe de sobra de quién estoy hablando cuando escribo estas palabras; no se refieren evidentemente a la Carlota, que canta como una jeringa y que nunca habría debido abandonar los Ambassadeurs ni el café Jacquin; ni a la Sorelli, cuyo éxito se debe sobre todo a la carrocería; ni a la pequeña Jammes, que baila como una vaca en un prado. Y tampoco me refiero a Christine Daaé, cuyo genio es seguro, aunque usted, con su celoso cuidado, la deje al margen de todo estreno importante). En fin, son ustedes libres de administrar como mejor les parezca su dirección, ¿no es verdad? De cualquier modo, me gustaría aprovechar que aún no ha puesto a Christine Daaé de patitas en la calle para oírla esta noche en el papel de Siebel, puesto que el de Margarita, desde su triunfo del otro día, le está prohibido; y le rogaré que no disponga de mi palco hoy ni los días siguientes; porque no he de terminar esta carta sin confesarle cuán desagradablemente he quedado sorprendido, estos últimos tiempos, al llegar a la Ópera y saber que mi palco había sido vendido, en la taquilla, por órdenes de usted.

El fantasma de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora