¿Tú?

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Vacío. Me encontraba flotando.

   ¿Ésta era la muerte?

   Intenté mirar a mi alrededor, aunque no alcanzaba a ver nada más allá de la oscuridad. Cerré los ojos, pensando en que, si no entendía nada, por lo menos podía dormir.

   Las viscosas paredes de mi alrededor comenzaron a contraerse violentamente en cuanto mis párpados se unieron. Se siguieron contrayendo por lo que a mí me parecieron horas, y me empezaron a empujar hacia un agujero que no podía ver. Primero salió mi cabeza, y de ahí me la agarraron, firme pero suavemente, tirando de mí para sacarme.

   Rompí a llorar en segun salí del agujero, y escuché voces a mi alrededor, aunque no llegaba a distinguir nada.

   Estaba asustado, desorientado, confundido.

   Recordaba a Airilia perfectamente, y era como si hace un minuto hubiese estado en la cabaña.

Pasaron los años y aprendí que ahora me llamaba Leonel y vivía en el Imperio Romano Occidental. Traté de vivir la vida tan tranquilamente como pude, teniendo en cuenta que tuve que aprender otro idioma sin ayudas y que acabé olvidando cómo hablar griego.
También traté de olvidar a Airilia, cuyo recuerdo solía invadir mis noches.

Mi mejor amigo en esos tiempos era Lucio, un chico que, pese haber nacido a la fortuna, era humilde y generoso. A día de hoy, sigo pensando en él como uno de mis mejores amigos, aunque haya pasado mucho tiempo.
No le conté sobre mi vida como griego, porque tenía miedo de lo que pudiese pasar. No quería que me encerrasen ni que me tratasen de loco.

Ahora trabajaba de panadero, y, a decir verdad, me encantaba mi nuevo oficio. Hablar con gente a diario tras una vida aislada era un cambio drástico, pero lo necesitaba.

—¡Vamos!— exclamó Lucio, entusiasmado.
—Voy, voy, déjame acabar de recoger, por favor.— pedí, al tiempo que metía denarios y sestercios (1) en mi bolsa.
Íbamos al macellum (2), a intercambiar bienes con el resto de la populación.

Solíamos hacerlo de vez en cuando, cuando nos convenía ganar un poco más dinero.

Salimos y caminamos hacia nuestro habitual puesto de venta, poniendo todo tipo de panes sobre la mesa. Eran de diferentes tamaños, tiempos de cocción y sabores.
Estuvimos pendientes de quién pasaba por la tienda, y negociamos precios con ancianas tacañas en conversaciones que iban, más o menos, así:
—Hola, ¿cuánto por este pan?— dirían ellas, apuntando a la barra de pan más próxima.
—Dos denarios.— respondería Lucio, firmemente.
—Un denario.— contestarían ellas, entregándomelo.
—No. Dos.— diría yo, devolviéndoselo.
—Uno.— insistiría la anciana.
—Dos.—seguiría yo.
—Este pan no vale dos denarios, no vale ni uno, estoy siendo generosa dándote uno siquiera.— argumentaría ella.
—Señora, vale dos denarios, si quiere le descuento medio denario pero no puedo permitirme bajar más el precio.— zanjaría yo, encogiéndome de hombros.
Al final, la anciana resoplaría, derrotada, y me acabaría entregando dos denarios.
Sin embargo, hoy era distinto. Era especial, único.
No había ancianitas tacañas, no había niños maleducados. Un extraño silencio tomaba sus lugares; un silencio que se rompía poco a poco.
El rítmico sonido del tympanum (3) invadía las calles lentamente, acompañado por aplausos y una dulce voz cantaba la melodía más dulce jamás oída.

Hombres y mujeres finalmente comenzaron a llenar las calles, por fin revelando la fuente del sonido, que se hallaba al fondo de la muchedumbre.
Era una muchacha, que bailaba y cantaba con los pies descalzos y giraba como una peonza, su túnica la seguía torpemente, levantándose y balanceándose a su alrededor.
Su voz nos dejó a Lucio y a mí momentáneamente paralizados y boquiabiertos, aunque enseguida retomamos nuestros puestos como vendedores y nos dispusimos a atender a todas las personas allí agrupadas.

¿Para siempre?Where stories live. Discover now