Fly me to the moon

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El silencio que reinaba en el salón de la casa solo se veía interrumpido por la suave melodía que se escapaba del tocadiscos y los dos bolígrafos que garabateaban en diferentes hojas. Uno verde y otro negro, para no confundirse. Los suspiros y los bufidos que se escapaban de sus labios estaban acompasados por los suaves acordes de Fly me to the moon y ella se frotó un ojo en señal de cansancio y alzó la mirada hacia Alfred, que seguía enfrascado en un comentario de texto.

Se mordía el labio, concentrado, y jugaba con el boli entre sus dedos mientras pasaba las páginas de los exámenes que iba corrigiendo. Ella tenía que hacer lo mismo, corregir exámenes, pero en su mente se agolpaban tantas otras cosas que apenas podía concentrarse. Necesitaba hablar con él, pero no sabía cómo empezar la conversación. Esa mañana, el médico había confirmado sus sospechas y sí, estaba feliz, muy feliz. Pero, ¿era lo que realmente querían ahora, que por fin habían logrado algo de estabilidad en casa? Con un suspiro, Amaia sacudió la cabeza y volvió la mirada al montón de exámenes que le quedaban por revisar.

—¿Estás bien, Amaia? —ahora era Alfred quien la miraba a ella. Obviamente, se había percatado de que algo no iba bien con ella, había notado su mirada clavada en él mientras anotaba comentarios en sus exámenes sobre la Guerra de los Ochenta Años, pero también sabía que le iba a costar arrancar la verdad de sus labios.

—Eh... Sí, perdón. Estoy un poco cansada —respondió ella con una media sonrisa. Y no mentía, las últimas dos noches las había pasado dando vueltas sobre el colchón y acabando por levantarse e ir a darse una ducha para intentar conciliar el sueño.

—Normal, si es que no duermes nada —ella alzó una ceja—. No sé si te acuerdas, pero dormimos en la misma cama y me doy cuenta de cuando te levantas por la noche.

—Ah, ya —se encogió de hombros y cogió otro examen más del montón—. Sí, lo siento, no sé qué me pasa. Creo que aún es un poco de jetlag, de Atenas —esbozó una media sonrisa y él pareció conformarse con la respuesta al volver a bajar la vista al papel que estaba leyendo.

Amaia se mordió el labio y alcanzó la taza humeante con la infusión que se había preparado antes y dio un pequeño sorbo, mirando a Alfred por encima de ella. Hacía no mucho que había decidido cambiar su look por algo más acorde a sus casi cuarenta y cuatro años y se había cortado los rizos rebeldes, teniendo así un aspecto más serio pero que a ella le seguía encantando. Para qué iba a intentar engañarse, le gustaría hasta con una melena por la mitad de la espalda. El tocadiscos dejó de sonar y el silencio volvió a instaurarse en la sala, pero no tardó en ser interrumpido por un llanto proveniente del altavoz del vigilabebés.

—Ya voy yo —Alfred se levantó antes de que Amaia pudiese decir nada y dejó un beso en su mejilla antes de salir del salón en dirección a las escaleras.

Ella se quedó en la silla, mirando por la ventana, observando cómo las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal. La noche ya había caído sobre San Francisco hacía un par de horas y las estrellas eran los únicos faros que quedaban iluminando la bahía. Intentó volver a concentrarse en el examen en el que estaba trabajando, pero le resultaba prácticamente imposible pensar en algo que no fuese lo que le había obligado a escaparse de la universidad antes de tiempo para pasar por el médico antes de venir a casa, así que acabó por levantarse y seguir los pasos que Alfred había dado minutos atrás.

Al llegar a la puerta de la habitación de su hijo, se quedó apoyada en el marco, observando con ternura la escena: Alfred de pie en medio de la estancia, junto a la cuna, meciendo a David mientras cantaba entre susurros Starman. Estaba tan concentrado en su tarea de conseguir que el niño se volviese a dormir que ni se percató de la presencia de su mujer en la entrada hasta que volvió a dejar a David en su cuna. Tras arroparlo y besar su frente, se encontró con Amaia, mirándole con una sonrisa enorme.

—Te dije que no hacía falta que subieses, ¿no te fías de mí? —murmuró, acercándose a ella y pasando sus brazos por su cintura para atraerla hacia él y dejar un suave beso en sus labios.

—Claro que me fío, pero eso no quita que me guste ver cómo eres capaz de calmarle, porque a mí me cuesta mucho más —sonrió y deslizó su mano hasta encontrar la suya, para entrelazar sus dedos—. Yo hubiera tardado más.

—Bueno, con Lu es al revés, no te preocupes.

—Claro, porque es la niña de tus ojos y te convence para que le leas otro cuento siempre —rio, tirando de él hacia su habitación y cerró la puerta tras ellos.

Mientras él se quedaba sentado en la cama, revisando su móvil, ella caminó al baño y empezó a desvestirse frente al espejo. Su ropa estaba desperdigada por el suelo y se apoyó en el borde del lavabo antes de entrar en la ducha. Respiró profundamente un par de veces, tratando de calmar el remolino de idas y venidas que se agolpaba en su mente. No era la primera vez, ¿no? Entonces, ¿por qué estaba tan nerviosa? Ni siquiera era su culpa, no era culpa de nadie. Y, al fin y al cabo, no era nada tan malo, ¿no?

Con un suspiro, alcanzó una toalla del estante inferior del armario y encendió el agua, entrando en la ducha y dejando que el chorro le empapase los hombros y la espalda para relajarse. Y empezó a buscar una manera de decírselo a Alfred.

Cuando por su cabeza ya habían pasado un millón de hipotéticas conversaciones con su marido, escuchó la puerta del baño abrirse y Alfred entró, frunciendo el ceño al ver el desorden. Ella reprimió una pequeña risa, siempre se enfadaba al ver que había vuelto dejar todo tirado en el suelo y, de hecho, era él el que se encargaba de inculcar a sus hijos la necesidad de mantener un cierto orden en sus habitaciones, porque si fuese por Amaia...

Ella salió de la ducha y se tapó con la toalla, quedándose frente a él. Alfred alzó la mirada y ella le sonrió, poniéndose de puntillas para besarle y, tras coger otra toalla para el pelo, se dirigió a la puerta, pero él le impidió salir, agarrándola del brazo para que volviese a mirarle.

—Venga, Amaix, ¿me puedes contar lo que te pasa? Llevas toda la noche... rara. Bueno, no solo toda la noche, llevas una semana que... No sé si te ha molestado que al final no haya acompañado a Daniel a Seattle al certamen, pero es que de verdad que tenía demasiado trabajo acumulado y total, iban más padr-

—Estoy embarazada —soltó Amaia de repente, interrumpiéndole. Sin duda, esa contestación no la había contemplado en todos los escenarios posibles que se había imaginado antes en la ducha, pero así sería más rápido. Como una tirita, fuera con un movimiento rápido, brusco y seco.

Alfred se había quedado en silencio. Alzó tanto las cejas que Amaia temió que se le fuesen a salir de la cara y la miraba, sin encontrar palabras para expresar el batiburrillo de emociones que habían invadido su cuerpo. No fue hasta ver la primera lágrima de Amaia deslizándose por su mejilla cuando por fin consiguió reaccionar y se lanzó a abrazar a su mujer, apretándola fuerte contra él.

—¿Y por qué lloras, cucu? —inquirió él, besando varias veces su pelo—. Si esta es la mejor noticia que me podías haber dado... Estaba preocupado de verdad, creí que era algo malo de verdad.

—Pues lloro porque esto no estaba planeado, Alfred —sollozó ella, dejándose abrazar—. No habíamos hablado de tener otro hijo y ahora, por Atenas...

—Vale, shh... —Alfred acariciaba su pelo, tratando de calmarla en vano—. Amaia, tranquila. No pasa nada, no estaba planeado pero eso no quiere decir que no podamos, ¿no? Quiero decir, si tú quieres... Podemos hablarlo, pero si no quieres...

—¿Qué? ¡No! Claro que quiero, es solo que ha sido tan repentino y me da miedo no poder con todo —Alfred soltó una pequeña risa y ella se separó, mirándole extrañada—. ¿Qué?

—¿Cómo no vamos a poder, Amaia? Si pudiste con el embarazo de Lucía...

Amaia calvó su mirada en los ojos brillantes de Alfred, que no dejaba de mirarla con una sonrisa en la que se entremezclaba felicidad y orgullo. Y cuando él cogió su mano y la apretó con fuerza, supo que todo iba a ir bien, siempre y cuando estuviera a su lado. Ella le devolvió la sonrisa, aún con las mejillas húmedas y acarició el dorso de su mano con el pulgar, cerrando los ojos y apoyando la frente en su hombro. Y así, abrazados, se quedaron un rato, disfrutando simplemente de la presencia del otro.

—Helena —murmuró Alfred al cabo de un rato, rompiendo la atmósfera silenciosa del baño y Amaia frunció el ceño, extrañada—. Se tiene que llamar Helena. 

Fotogramas |AU- Almaia|Where stories live. Discover now